CECILIA QUÍLEZ: "La hija del capitán Nemo".

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En el capitán Nemo, Verne trazó el perfil de  un autoexiliado, un ser hipersensible que desahoga su extrañamiento ante el mundo en la fabulación de otra identidad capaz de integrar el intelectualismo, el afán de justicia y el resentimiento, quizá a la espera de que se opere su conversión mágica en otro auténticamente habitable. Por ello resulta del todo pertinente reivindicar su genalogía para, aun sin proponérselo, sentar cátedra sobre el desencanto y su hipotética redención en la soledad elegida, tal y como hace Cecilia Quílez en su nuevo y excelente poemario.

Emociona aquí, como en cualquier libro de su autora, el monólogo de un sujeto lírico deseando sugestionarse para creer que su propio anhelo es una manera de transfigurar la ruina y la negación (Empieza el espectáculo/Con ustedes la maga que convierte en luciérnagas/las polillas) o retomar el pulso de la inocencia (creer que la vida era una fiesta/o que esos ojos prometieran/la corona de una rana), una ficción salvadora que alumbra brevemente hasta el “fatum” de su tropiezo con los límites del lenguaje (Solo me hace llorar/lo impronunciable), grieta de una incomunicación ante la que incluso el amor se revela impotente (Como romper el vidrio/de lo indecible/diciendo/todos a cubierta/No sirve el amor en estos casos), lo cual le lleva a sentenciar su propio epitafio como escritora urgida por la honestidad 

No tengo ganas de escribir
Más explicaciones
Son sin duda alguna impertinentes
Para concluir que no me entiendo
O lo que es peor
Que no hay nada que pueda disuadir
Este sino visionario
Solo espero a que prosperen las respuestas
En la fatalidad de un dato equidistante
Del silencio.

 o a reconocer que la esencia de su identidad es su propia fantasmagoría (A veces choco de frente/con mi propio fantasma/agotado de agotarse/en este mismo lugar/donde nada más puede decirse). Intensamente suya es también esa continua apelación a la intensidad vital, tentarnos a la devastación y al delirio desafiando los límites de esa cordura que desustancia la vida (Sentid/y doleros/de la espina violenta/en vuestra lengua./Aguantad las ganas/y si podéis/imaginad el rocío/que encierran/las rosas en primavera), ese proclamar el vértigo como su mayor asidero vital junto a la autenticidad y el consuelo que solo se encuentra en formas de existencia irracionales (No hay bosque para tanto dolor que no acoja la mirada serena de un perro), seres que conectan con su propia capacidad de casi remitir al mismo germen telúrico del origen (Así te siento/como una campana en el vientre/ese querer prehistórico de madre/que amamanta eternamente la esperanza). Y, en definitiva, convertir la vida en una letanía de actos puros, de impremeditada verdad, que aúnen atrevimiento, placer hedonista y sana insurrección (Proteger la fórmula original del alba/del falso precio de la corona(…)Hacer sopa boba de gallina vieja/celebrar la tempestad para que el rayo parta/al que no sepa hacer de la risa un puro semental) 
.

Desconozco si este “Laura tú de niña” está dedicado a Laura Giordani, pero tiene la misma hechura de la palabra de aquella, su misma cualidad de conjuro del dolor a través de la piedad porque, como bien nos recuerda Cecilia, somos albaceas de la herencia de un llanto… Enhorabuena una y mil veces, querida. 

Laura tú de niña
Al lado de una perra herida
Sigues allí Caminas sin esconderte
La duda es un cepo donde espera el engaño
Escarbas en las hojas podridas Sabes
Cómo sangra el río
La muesca que no dice que nunca dirá
Laura tú de niña escapulario en llamas
Pupila en el ábaco Misma resta de la furia
Misma almohada de huesos miserables
Y una calavera demasiado tierna
Para digerir la pesadilla frente helada
La noche escucha aún tus oraciones
Tú y yo hemos pasado Laura
Por la misma carretera
Que rodeaba esa agonía
Con tierra entre las uñas
Agua de junco para pequeños cementerios
Aquellos animales
Y todas las demás bestias regresan
Dicen
Gracias por no dejarnos ir
O ser arteria en la locura
De los muertos
Absolutamente muertos
Eso Niña Laura
Era lo que tú escribías
Tan despierta. 

LUIS MIGUEL RABANAL: "Tres inhalaciones"

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Tres inhalaciones, tres calas en una escritura que apuntala su singularidad en el panorama lírico actual y, lo que es más importante, su calidad,  en la riqueza poliédrica de su estilo, un hermetismo que traza una escritura exigente y a la vez participativa para el lector a través de una expresión vocacionalmente imprecisa que abre el poema a la diversidad de lecturas e interpretaciones y una aceptación decidida del riesgo de la experimentación, un posicionamiento, casi más ético que estético, fundamentado .en la continua reinvención y el socavamiento de las propias certezas artísticas antes de que puedan convertirse en tópicas. 

 “Las luces largas” destaca por su intensidad de sugestión descriptiva,  el talento para la creación de una atmosfera de densa irrealidad dramática en que la naturaleza y la escenografía inquietante del nocturno introducen la recreación en la proximidad de una agonía y una muerte  que no se saben si son las del  poeta o, en cualquier caso, certeras máscaras de alteridad para ahondar en la propia. Y ese es precisamente su gran logro: la ambivalencia de perspectiva, cierta ambigüedad deliberada entre una distancia objetiva, una frialdad de análisis científico o policial, de mirada inmunizada o vuelta a la asepsia emocional en su contacto cotidiano con la atrocidad y una profundización íntima de monólogo de cadáver rulfiano (…podría ser tu cuerpo aferrado a los grilletes de mi cuerpo (…) /Creer lo ajeno/ como propio, sobrecogerse/en la prolongación/adversa…), trazando un bucle desquiciado en que se funden el peso de las ausencias, el miedo o el propio menosprecio y la conciencia de la derrota,  grietas  entre las que se va filtrando una serenidad que se dilata a medida que se hace patente el acecho de la nada (Morir no tiene por qué/ser diferente a pasar/ las aguas con cautela).

“Pequeña galería de poetas sin reloj” supone más que un sugestivo cambio, una amplificación de registro en que la irracionalidad que constituye el cimiento estilístico del autor conserva la heterodoxia, la fluidez creativa (y, mejor aún, libertina)de la imagen (especialmente patente en textos como “Gottfried Benn se saca un poema de la manga”) pero  integrándola en una estructura verbal de dicción menos hermética, más asequible, que tiene su valor fundamental en la ironía, un humor contaminado por cierto escepticismo y rendición al desencanto que, desde una perspectiva de deliberado distanciamiento impersonal más propia de un tratado enciclopédico que de un poemario, pone en pie un implacable muestrario de miserias consustanciales al “ser lírico” en que se entralazan la mordacidad contra la incompetencia vital, el infantilismo  que quiere disfrazarse de encanto naif o inocencia subsistente , el patetismo de pervertir la espontaneidad en favor de la pose (“Unica Zurn se entretiene con muñecas y trapos”), la complacencia del servilismo ante los “consagrados” (“Victoriano Crémer no se acuerda de mí”) , la falacia de su vocación subversiva, el solipsismo o la predisposición morbosa a la melancolía del poeta,  (“Efraín huerta se retracta de todo”, “Un tal Jaime Gil nos habla cada día”) a veces con un punto de goce lúdico en el autodesprecio que remite a Pessoa y al más cáustico de sus heterónimos (Álvaro de Campos, claro, quien podría haber firmado un texto como “Philip Sopault se deja asustar por poco”, poema excelente por su mirada incisiva y desmitificadora contra tópicos sobre la percepción del poeta por parte del “profano” en el mundo literario como el miedo al “acecho apocalíptico” que parece presagiar labor tan poco respetable y enemiga de la sensatez del  o su búsqueda patológica de la excentricidad en una continua huida de la mediocridad que se considera definitoria del hombre común.)

“Un poema de amor” resulta ya escalofriante desde la ironía trágica de su propio título, no elegido con cinismo sino desde el desencanto aún peor que constituye la certeza de la imposibilidad de la comunicación y la negación de un espacio de afectividad inocente y depurada del miedo en que pudiera asentarse la vida. Y aquí nuevamente nos fascina la versatilidad de registros, el énfasis en la potencialidad expresiva del lenguaje por medio de una palabra de arista dura, bronca, de dramática y sucia inmediatez frente a la cadencia lírica con que se sugiere una vivencia amorosa que pertenece a la literatura y no a una realidad humana donde no es transplantable su idealismo pero que la sentencia como el error más humanamente justificable a causa de la imposición de la soledad (ha ocurrido porque la realidad la desgracia/escuece asentirla nos impone soñar/con un tiempo más fértil/en disculpas más dulce que nuestro candor/al sonreír abrazados como las pequeñas/que no confían en jamás jamás/escribir con sus dedos manzanas sorbetes). Víctima y verdugo alternan sus voces, tejen una confusión perturbadora que alientan el terror de una (me dan ganas de marchar me dan/ganas de tirarme a los coches/me dan ganas de coger el cuchillo/clavarlo en tu boca por favor no lo hagas abriré así las piernas) y la atrocidad del otro sincopada por la honestidad del reconocimiento de la culpa y su tentativa de expiación en la lucidez sobre la propia debilidad(no me veas con odio/no soy ruin como insinúan afuera/me mortifican tus ojos si miras a alguien) para ir trenzando una corroboración lenta y progresivamente agónica de cualquier probabilidad de redención en lo erótico (y el amor que destruye/lo que sabía acertar aquel rostro/incapaz de abordarse en la incipiente serenidad/al salir a la glorieta de los ajenos no es extraño/comprobar que el deseo se enfrenta al deseo/de alguien que estorba), que queda sellada en la efectividad lapidaria de las últimas líneas (pégame duro da igual/ya no siento nada debo de estar muerta), cruda evidencia de que el dolor solo remite en el instante simultáneo en que culmina la rendición de la vida que ha asolado.


En definitiva, tres partes de factura dispar pero semejante en su coherencia y su apuesta por la radicalidad, que conforman el testimonio de resistencia de una escritura arriesgada, necesaria en un momento histórico y literario en que la palabra se precipita al desgaste,  a esa monocordia de su domesticación por el  pensamiento estándar que la implacable precisión  del maestro Valente llamaba arte de la poesía ejercido a deshora como una compraventa de ruidos usados

FERNANDO NOMBELA "En esta luz nosotros"

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Un poemario, un libro que en realidad son dos, dos partes disímiles en su factura formal (de la “pureza estilística” a una amplitud de registros en que tienen cabida la reelaboración lírica del lenguaje coloquial, el prosaísmo bien entendido, la heterodoxia onírica y surreal y hasta alguna concesión “arty” al barroquismo) y su temática (una evolución de la subjetividad a la apertura al drama humano del otro que se hace coherente en su condición de emanación espontánea del sentido de la gratitud y la  humildad ante la existencia, que constituye el subtexto más emotivo, pero también más oculto, más necesitado de un lector de hipersensible agudeza,  de estos poemas) que se cierran como una sola, como un bucle firmemente ensamblado en su apelación a la esperanza, la única cuya existencia parece legitimada, la esperanza “per se”, la que se nos ofrece como posibilidad inmotivada (no hay ningún motivo para la esperanza, y todos lo sabemos) y por  pura terquedad de afirmarse,  sin necesidad de obviedades de felicidad  que no hacen sino frivolizarla;  frutos ambas de una permeabilidad creativa y una cultura literaria que se antojan tristemente insólitas en el actual panorama literario español.

La obra se inicia con “Esta luz”, un arrebato de gozo guilleniano (ese “de tan alta y sin vaivén” de “Beato sillón” que se cuela deliberadamente, como una intertextualidad eufórica, entre sus versos) con guiños al Dámaso “metafísico” de los Gozos de la vista, texto que ya revela las mejores cualidades de esencialidad y reducción a mínimos estilísticos de la voz del autor (especialmente perceptibles en las “distancias cortas”, en los poemas en verso breve, encabalgado y “puro” o esa maestría de precisión lírica de las múltiples muestras de literatura aforística que contiene) y, fundamentalmente, el que será el principal eje temático de esta primera parte: la humildad, indisociable de cierto pudor de no merecer la felicidad o al menos de temor a deshacerla por la persistencia del contacto con la tristeza, la grandeza de espíritu de saberse obsequiado por la vida (en “Noche”, será la oscuridad quien reciba la intensidad de su acción de gracias como antes la luz y “Velando” es un poema emocionante por esa reciprocidad, decidida, alentada desde dentro y no casual, del “don” haciéndose a sí mismo “ofrenda”, afán de entrega con un celo que alimenta el sentirse urgido por la gratitud), una modestia que no se niega sino que queda paradójicamente reforzada en la sutileza de una percepción sobre el mundo que lo hace cuasi dios, receptor y hasta ejecutor de fenómenos físicos y prodigios (“Mirada”) y le labra su propia autosuficiencia, el convertirse en un depositario de intuiciones  cuyo ahondamiento en su interior le hace no necesitar la insuficiencia del lenguaje. Gemela de esta idea resulta una concepción de la existencia como negación de la actividad intelectual o la reflexión, una decidida antítesis entre el pensar y el vivir en que este se convierte en un fluir espontáneo de la sensación que se concreta en atmósferas de belleza y serenidad en que se relativiza y diluye el yo (como la que alienta el poema “Despedida”) y llega a violentarse incluso la imposición de la condición mortal, didáctica de lo sensorial que no anula la supervivencia de cierto afán “inquisitivo” afirmado sobre el potencial de revelación de la naturaleza que parece apuntar en poemas como “En un jardín brunelesco”. En definitiva, lucidez y hondura emocional que no  pueden sino confluir en un poema final como “Credo”, conmovedor en su certeza de que toda derrota es apariencia porque por medio de ella se ha adquirido el sentido de la propia dignidad personal ante la flaqueza (Creo/en la resurrección/de la carne/de los amantes./Creo/sagrado/el eterno vavién/de vida/muerte/de los que aman)./Perdí el amor,/gané este alba).

La segunda parte, Nosotros, actúa como una suerte de “ensanche” del poemario  tanto por la cualidad poliédrica de sus  registros estilísticos (a la citada inventiva surreal, que en realidad ya ilustraban poemas de la primera sección como “Noche” u “Océano” o la aproximación a los usos coloquiales del lenguaje puede añadirse también la  agudeza incisiva de su humor, como en el  poema “Mi señor”, donde la perfecta asimilación del tono confesionalista asociado al remordimiento de cuño agustiniano va desembocando en audacia irreverente, una desvirtuación del tono y el léxico inicial que apuntalan una afirmación de la libertad individual) como por la evolución del motivo central del dolor desde el intimismo a su condición global, comunitaria, drama cuya naturaleza compartida no se admitía más por pudor, por exceso de lucidez de hasta dónde alcanzan los límites de su desgarro,  que por esnobismo, y que a menudo se nos narra como unas memorias de la fragilidad, de la desorientación vital abocada a experiencias trágicas (locura, alcoholismo, drogadicción) que hacen inevitables las referencias al tono del “realismo sucio” o el confesionalismo (digna de Anne Sexton o Alejandra Pizarnik es la serie “Tres ensayos sobre el olvido”, cuyo principal acierto es focalizar el trauma de saberse fondeando la nada a través de una desmemoria en que sólo resuena la única pervivencia del rencor) donde quedan fundidas la vida propia y la ajena . Entre poemas de singularidad inclasificable como “Abril”, híbrido extravagante en la confusión de su tono entre escatológico, alucinatorio y naif macabro, Nombela encuentra versos para evidenciar su dominio del “ritmo” poético (por ejemplo en la dinámica de avances y retrocesos del poema “Solitud”, con su  “in crescendo” desde la tristeza más íntima y desconsolada de las partes iniciales hasta la violencia expresiva, precipitada en la irracionalidad luctuosa de las imágenes de la parte III, para regresar al “sosiego”, fruto de la conversión del dolor casi en especulación existencial, de la coda final) y apuntalar en “Crisis” una poesía social que transgrede  todos los tópicos del género por su desarrollo por medio de paradojas: el drama de a quien le falta el  trabajo y eso le sume no solo en la pobreza sino en la histeria afectiva y con ella la soledad frente al de quien lo haya y es destruido metódicamente por él; el que tiene “poco” como única salvación del que carece de todo, en una firme apelación a la responsabilidad ética del ciudadano común frente a la tentación viciosa de delegar en las clases del poder o las instituciones).


Y aún le resta asistir al lector a un último rastro de caridad humana que lo es además de sabia construcción estructural, un final que otorga una cualidad cíclica al poemario  en el que la esperanza, en el sentido “arbitrario” que hemos comentado al principio,  queda restaurada súbitamente después de poemas que han afrontado de forma descarnada, con una valentía no sobornable al ternurismo o la corrección moral, las vivencias más sórdidas que podrían haber hecho corroborar  su extinción: Vivir, buscar, no encontrar, seguir o no buscando(nosotros, ocho, y esta luz cinco), uno de los mejores textos del libro, entre otra infinidad de matices que acoge su complejidad,  va creciendo como un inventario de raíces en que se sustenta el pundonor por vivir en que caben la memoria (ya sea en forma de recuerdos o de revelaciones tardías), el afecto humano,  la negación ingenua o la terquedad ante el hecho de que la existencia sea exclusivamente dolor o una actitud de honestidad ante el fracaso que lo convierte en un paradójico héroe moral a lo Álvaro de Campo; antesala de la redención, mitad anhelo y mitad certeza, expresada entre la confidencia y la gravedad casi lapidaria, que sugiere  ”Última fe” (Creo que/al menos mientras vivimos,/hay un bien imperecedero,/una suerte de dios,/en el hecho/de haber amado/alguna vez./Esa es hoy/mi última fe,/el único motivo/ por el cual/volvería a la vida).