FERMÍN LÓPEZ COSTERO: "La fatalidad"

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FERMÍN LÓPEZ COSTERO, La fatalidad, Ed. Nazarí, Granada, 2014.
Los afortunados lectores de la anterior entrega poética del berciano Fermín López Costero, el excelente “Memorial de las piedras” (Melibea, Talavera de la Reina, 2009) se encontrarán nada más abrir este nuevo poemario con la sugestiva sorpresa de no tanto un cambio de estilo ( si bien este es notable en la preeminencia de una palabra más directa, coloquial, sin el puntual hermetismo a que se prestaba en el anterior la presencia de una irracionalidad que aquí también aparece, pero más dosificada) como de “cadencia”, cómo el desbocamiento del versículo evoluciona a un ritmo más contenido, sincopado, apuntalado en la eficacia con que se utilizan recursos como el encabalgamiento, de tal manera que el libro da buenos argumentos para refutar el tópico que afirma que cada poeta tiene una música intransferible… pero a menudo también fatalmente inmutable.
Junto a la citada variación estilística que supone, es este un libro que apuntala su calidad en el talento de subvertir tradiciones líricas enquistadas (y si se asumen, como en “Otoño” o, sobre todo, en “La fatalidad” (¿mejor poema del conjunto?), quedan reinventadas por una intensidad emocional capaz de hacerlas nuevas. El poeta sabe que la emoción es la regeneración de todo…en cuanto supone profundizar en la subjetividad y la subjetividad es original por definición porque sustenta la radical singularidad de la mirada al mundo que todos representamos (como don indisociable del simple existir)…o simplemente porque se expresa con imágenes de esta brillantez: y trastorna mi mente con los sones de una flauta/fabricada con la tibia de un ahorcado): Ahí está la reinvención de algunos “topoi” de la expresividad dramática del Romanticismo, primer referente literario que asalta al lector al empezar a leerlo: en “El indigente” el mendigo esproncediano ha ascendido a voz que atestigua y registra la miseria humana, no sólo es una máscara desde la que expresar un desgarro íntimo que le lleva alinearse vitalmente con los marginados, en “La casa deshabitada”, la cualidad atmosférica que se exige en esta estampa gótica se consigue mediante un retrato de la fantasmagoría, inquieta la presencia de lo no real, no el habitual catálogo de realidades degradadas o vaciadas por el tiempo….algo que, sin embargo, se sabe hacer con sobrada solvencia para crear una perturbación descriptiva en textos como “El jardín”). En este mismo sentido, es también reseñable la reescritura dramática de motivos poéticos asociados a la plenitud (la luz en “Farol”, el siguiente ”Luz”…aunque matizado por el resquicio de trascendencia que abren los bellos versos finales).
Son versos, especialmente en su primera parte (es la favorita del que aquí escribe pero por razones de su personal inclinación a lo más drástico y visceral; atendiendo a criterios formales, las demás no la desmerecen y no hay altibajo alguna en la tensión y la autoexigencia creativa sostenida que avala la calidad del poemario) sembrados de estímulos para la conmoción: el que cualquier acto de la cotidianidad pueda estar abocado a tener una lectura simbólica fatalista (comer a mediodía ya no es comer sino asistir a la encarnación del hambre…y su naturaleza circular de entorno retorno de una tragedia regenerada al punto que se extingue), así como la sinceridad con que se confiesa el anhelo por la enajenación aunque sea a costa de la nada (“Huesos”), la nostalgia de la muerte como aproximación a la propia definición vital (“El árbol del ahorcado”), el cansancio ante la vida como un pulso perpetuo por afirmar la identidad o un tiempo que no garantiza más que la provisionalidad y el tránsito (“El tiempo”, “Entre flores muertas”) o el peso de reconocerse que el amor era una aspiración secreta a desaparecer (“Los pescadores de perlas”, sintomático de una imaginería obsesiva de unión entre lo erótico y lo visual, presente en textos como “Marina”, “Rima” o “Encerrado en sus ojos”, que parece refrendar el viejo tópico, antes clásico y después petrarquista, del amor como patología transmitida por vía ocular) o que cualquier instinto ético se deshace en el cinismo de quien, no entendiéndolo, lo vacía (“La risa de la hiena”). Y quizá, más aún, la lucidez de saber que toda decadencia ética lo es primero lingüística: los valores se extinguen en cuanto no hay lenguaje para enunciarlos, como si se suicidaran de pura melancolía al saber que ya no encontrarán heraldos a la altura de su dignidad (“Entre la inmundicia”).
Tras el dramatismo de la primera sección, el tono vira a lo celebrativo en los poemas amorosos (La ausencia ya no es ausencia/sino aleteo de ángeles que se aman, se corrobora con gozo en “Ausentes”, el mismo que alienta la cartografía carnal de las sugestiva imaginería de “Ávidos labios”), algunos de la originalidad de “Pequeño tesoro”, en que el amor se expresa como un inventario naif de pequeños detalles y percepciones coleccionadas con un fetichismo sentimental que desemboca en una reconciliación afectiva con nuestra finitud (En cambio, los besos y las caricias son únicos/y morirán conmigo. Aliento de mi aliento,/ceniza de mis cenizas serán)…hasta el punto de que la muerte se pueda transfigurar en presagio (“La semilla”, otro poema rematado con implacable brillantez). Con todo, y es uno de los detalles que permite al libro mantener su coherencia, la inadvertida hilazón que no permite considerarlo una suma de secciones desgajadas, es un amor que preserva la lucidez de reconocerse en su antípoda…para cuya caracterización se reserva el poeta lo mejor de su creatividad expresionista (El odio es el fuelle/de un acordeón afónico,/lacerado por el reproche…versos creados con la misma intoxicación de delirio del memorable repudio de la tristeza que ponen en pie los versos de ”Luna negra”).
“La tristeza” ejerce de poema eslabón que afirma la cualidad cíclica del poemario a su tristeza inicial…. restitución en que la intensidad amorosa parece diluida como la cualidad efímera de un sueño de redención….pero tras pasar por la experiencia sentimental el desgarro parece, en cierta medida, haberse atemperado, querer ser más corroboración que lamento por el dolor o la brevedad precaria que define la existencia ( ahí la serenidad casi lapidaria que transmiten poemas como “Los márgenes del tiempo” o “Telón”) o una fragilidad asumida casi con resignación en “El Golem y los niños”) y hasta haber conservado algún eco angélico que justifique la terquedad de seguir fabulando (“Anunciación”). Y parte del mérito de esta última sección es que en ella en que se dirime (sin resolución definitiva, sin “tesis”, sin mensaje, como en todos los poetas esenciales) la ambivalencia de doble filo de la palabra, a veces ficción que incuba el desencanto y otras tantas consuelo (“Epigrama” frente a “En la biblioteca”).

En definitiva, un libro que no solo confirma la revelación que supuso su primer poemario sino que conduce la obra lírica de su autor a una variedad de prismas temáticos y estilísticos, una rica heterogeneidad que hace, a partir de ahora, legítimamente esperable su reivindicación entre las aventuras literarias más autoexigentes, más humanamente comprometidas con su oficio y por tanto más decididamente memorables para el lector de poesía auténtico, el mismo que haya tenido primero la lucidez y después la voluntad y el coraje de saber que hace ya años la mejor lírica de nuestro tiempo nos está aguardando desde el exilio de los márgenes