HOMENAJE A RAMIRO PINILLA: LAS CIEGAS HORMIGAS/VERDES VALLES, COLINAS ROJAS (LA TIERRA CONVULSA)/CUENTOS

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Aunque sea algo tristemente habitual en el devenir de nuestras letras, duele que especialmente esta, una de las mayores obras maestras de la novela española de posguerra y de todo el siglo, atesore una de las historias más elocuentes de la vergüenza del mundo editorial español: ganadora del Nadal en 1960  y del premio de la Crítica en 1961, desavenencias de Pinilla con la editorial Destino (una disputa llena de actos miserables, como el que no se informara al autor de una adaptación cinematográfica alemana que nunca llegó a ver y de la que no recibió, claro está, ni un duro) mantuvieron el libro descatalogado durante décadas, privándole su oportunidad de establecerse como clásico y lectura influyente para los narradores posteriores y, peor aún, determinando un silencio y una desaparición de Pinilla del mundo cultural y editorial del que sólo se resarciría, tarde pero de forma deslumbrante, ya a comienzos del S.XXI con la monumental trilogía Verdes valles, colinas rojas. Las ciegas hormigas es una de esas obras esenciales que marca la evolución del realismo social español hacia una nueva novela que, respetando su vocación de denuncia (se incide aquí no sólo en las condiciones míseras de supervivencia de las clases humildes rurales sino en su opresión por parte de organismos de poder que refuerzan la preponderancia abusiva del mundo institucional y económico), la conduce a metas de mayor ambición estética, aportándole un componente experimental que evita su desgaste. Como en tantas obras de Pinilla, el referente fundamental es Faulkner y más concretamente su clásico Mientras agonizo: semejanzas formales (el uso del perspectivismo como técnica narrativa, aunque dando preponderancia a la figura de Ismael como narrador central y dejando a otro protagonista, Sabas Jáuregui, “sin voz”, un elemento en el que Aramburu cifra lúcidamente quizá la única debilidad de la novela, no demasiado importante a la luz de otros logros: la introducción de audacias poéticas y filosóficas que serían legítimas en la voz autoral pero que encarnadas en algunos personajes dan lugar a cierta falta de verosimilitud) y temáticas (la presencia perturbadora de un cadáver que determina la actuación y la interioridad de los personajes) así lo evidencian, aunque queda claro que el vasco no es un imitador mimético; basta decir que casi ( para mí sin el casi) supera a su modelo y que además lo personaliza evitando muchas audacias formales (el hermetismo que imponen los cambios radicales de perspectiva, el monólogo interior o el desorden o la yuxtaposición de secuencias temporales) a favor de una concepción más clásica y realista del género novelístico. La clave del libro radica en las diferentes maneras que tiene cada personaje de enfocar y tratar de sobrevivir a unas condiciones extremas, tanto en lo material como en lo emocional: Sabas Jáuregui, prototipo del “hombre del caserío”, conducido a una total autismo emocional a causa de su aislamiento, se vuelca en una ambición y una mitificación del trabajo y el deber que destruye los lazos afectivos con los suyos (aun cuando, como señala Aramburu, su comportamiento no será nunca despótico ni tiránico) a excepción de su hijo menor, Ismael, unidos durante toda la obra por una oscura fascinación y sentimiento de adhesión irracional; Cosme, el hijo mayor, que mantiene cierto grado de autonomía gracias a su trabajo como obrero industrial, en una obsesión por su pequeño mundo de ocio (concepto ofensivo para el padre) de sus aficiones como cazador y su escopeta, a la que profesa una devoción casi erótica y uno de los elementos con los que Pinilla realiza uno de sus deslumbrantes juegos de simbolismo polisémico (la escopeta será, para la abuela, signo de vergüenza y egoísmo cuando intente entregarla por su cuenta a Antón para no perder el carro de carbón y para el propio Cosme de redención final cuando acceda a venderla para pagar el entierro de su hermano), Fermín, oligofrénico torturado por su inutilidad para la vida práctica y su condición de “diferente”, tras sentir por única vez en su vida el respeto de los demás como ganador de una competición deportiva vive, aislado en el desván por el sentimiento de impotencia de una primera experiencia erótica frustrada (con su tía Berta, que intentó seducirlo para utilizarlo por su ansiedad de ser madre); el tío Pedro elige el alcohol como forma de evasión por su complejo de hombre estéril y carente de virilidad  y hasta la pequeña Nerea cifra sus esperanzas de supervivencia emocional en la salvación (que degenera en fracaso, como el resto de su familia) de unas crías de gatos en la que demuestra alternativamente coraje y crueldad (el ahogamiento de la gata en el pozo). Como en la novela de Faulkner, ese ensimismamiento dramático no puedo sino traducirse en una profunda individualidad y en un concebir al otro como medio para consumar los propios fines: la abuela, obsesionada por su frágil supervivencia, insta al robo del carbón pese al peligro que la empresa comporta para los suyos, Nerea delata la presencia de su hermano Bruno (huido del servicio militar a causa de su obsesión por una mujer cuya infidelidad deberá finalmente afrontar) para no poner en peligro  a sus gatos, entre otra infinidad de ejemplos que podrían aportarse. El frágil equilibrio de los personajes se romperá una noche en que la noticia de que un barco inglés cargado de carbón ha encallado en la costa suscite la codicia de toda una comunidad sumida en la carencia de los medios materiales más elementales. Entre la controversia de los suyos (el egoísmo de la abuela frente a la protección maternal de Josefa, la madre), Sabas consigue implicar a los varones de la familia ( el hecho detonante es que Fermín , ansioso por conseguir el respeto de la figura paterna, acabe obedeciendo y arrastrando por tanto a los demás en su subordinación) en una aventura que se consumará de forma trágica cuando Fermín muera tras despeñarse por un barranco a causa de las pésimas condiciones ambientales y un error humano de Pedro.  Este hecho saca a la luz no sólo la tozudez sino la profunda deshumanización de Sabas quien obliga a los suyos a concluir el trabajo, ocultar el carbón extraído de la persecución de la policía y, como en una versión de Antígona a lo vasco, a no enterrar el cuerpo del hijo para no poner en evidencia sus actividades ilegales, hecho que (a excepción de Ismael y la abuela, obsesionada con el carbón) va convirtiendo el desapego de su familia en odio íntimo y desencadena otra trama, la de los intentos del inspector García por descubrir el mineral robado, que Pinilla resuelve con solvencia de aficionado y conocedor del género policíaco (las pistas sucesivas que va encontrando el policía, como los sacos de carbón perdidos por Bruno en la casa de Purita, a quien se lo había arrojado como signo de desprecio por su infidelidad o por Pedro, cuando intentaba cambiarlo por alcohol en la taberna) y gran intensidad, en los episodios de odio y agresión física de toda la comunidad a la familia, a la que acusan de conchabarse con las fuerza de orden público para delatarlos y salvaguardar su carbón. El camino hacia la debacle final de las ambiciones de Sabas está magistralmente dosificado por parte del autor: una primera “rebelión” de Josefa, cuya indignación por la muerte de su hijo había adoptado extremos casi existenciales (su rechazo de Dios), delatando la presencia del cadáver ante su confesor por sentimiento de culpa, que anticipa la definitiva ante las autoridades de Pedro, ansioso de desahogar su odio, lleno de envidia por la rotundidad viril de la que carece y su propio remordimiento por su implicación en el accidente que ocasionó la muerte de Fermín, un descalabro que no mina la inflexibilidad de Sabas, como se revela en la escena final en que, contemplando un hormiguero junto a su hijo Ismael, asume y alecciona a su hijo en su destino similar al de estos animales: sostener una filosofía de sacrifico y esfuerzo entre una condición extrema de vulnerabilidad. En conclusión, una novela absolutamente redonda y digna de devoción mítica cuyo rescate por Tusquets supone quizá la más valiosa reivindicación literaria de los últimos años, enriquecida además por un prólogo donde Pinilla expone la problemática de la novela y un lúcido epílogo final donde Aramburu describe impecablemente interioridades psíquicas de los personajes, rasgos del estilo y la voz narradora y adhesiones (el citado y obligatorio cotejo con Faulkner) literarias.


Esta trilogía, de la que esta novela es un pistoletazo de salida inmejorable, no sólo es uno de los proyectos más ambiciosos de la literatura del S.XX, sino un triunfo del esfuerzo y la humildad, un delicioso acto de chulería de un autor que se sacude años de postergación mediática y enfrentamiento con las editoriales para reivindicar su puesto entre los cuatro o cinco mejores narradores de la época en lengua castellana. Durante años de ostracismo en su caserío de Getxo, Pinilla fue dando forma a este su “Cien años de soledad”, comparación admisible por entidad literaria y similitudes de planteamiento (el recurso de las sagas familiares) aunque con menos presencia (mínima, pero la hay) de ese componente mágico y ficticio integrado con el más estricto realismo, puramente social y político en muchas páginas. Y no es el mérito menor señalar que Pinilla consiguió la novela que los nacionalistas furibundos de su tierra nunca quisieran leer, la que desvela implacablemente que el integrismo vasco es, desde su más inmediato origen, no sólo fanático sino conservador, clasista y enemigo del progreso en todas sus formas.

Los múltiples aciertos de este libro comienzan por su propio título, una expresión que resume perfectamente ese País Vasco de finales del S.XIX, escindido entre la persistencia atávica de una estructuración social jerárquica ligada a la mitificación de la tierra y su amenaza de alteración por vía de las nuevas realidades (movimiento obrero y todas sus consecuencias) del reciente mundo tecnológico e industrial. Ese anacronismo que se ve progresivamente cercado tiene su expresión casi simbólica en el personaje de Cristina Oiandia, la marquesa, que repudia el progreso personificado en su propio esposo, el industrial Camilo Baskardo y avanza progresivamente hacia posturas de nacionalismo cerril e integrista, por supuesto basadas en Sabino Arana, que oprimen igualmente a sus dos hijos, Martxel y Jaso, con los que desarrolla un “vasquismo” demente que alterna entre lo ridículo (intentar reconstruir en Getxo los caseríos originales y los linajes de ese pueblo vasco ancestral en que se focaliza el componente místico que quieren ver en sus ideas, buscar a la modelo de un cuadro cuya belleza consideran una personificación de la belleza del alma vasca) y lo directamente miserable (el hecho de dinamitar la relación de Fabi, la hija menor, con un ex militar de la guerra Cubana por el pecado imperdonable de ser “maketo”, equivalente vasco del charnego catalán), hasta que la revelación del espíritu clasista de la madre (cuando prohíbe la relación de Martxel con la hija de los, entonces empobrecidos, Altubes) determine la huida del uno y el encastillamiento en el odio del otro. Por detrás de estas maniobras se encuentra un personaje que pasa directamente a la categoría de los inolvidables de la literatura española: la innominada Ella (el repudio a tener un nombre es su primer y sintomático acto de rebeldía), una criada de origen desconocido que impresiona desde el principio por su frialdad (se deshace nada más nacer del hijo del que estaba embarazada) y que socava la norma más estricta de la comunidad, la que niega al “maketo” la posibilidad del poder y el ascenso social y económico con una inteligencia y una capacidad de manipulación que muchos consideran literalmente endiablada: desde la creación del primer equipo de fútbol de Getxo a sus ataque a las dos principales familias terratenientes del lugar, los Baskardo (consiguiendo engendrar un hijo bastardo, Efrén, de Don Camilo y martirizando de por vida a la desquiciada Cristina, sobre todo cuando se hace mudar junto a ella) y los Altube (ganándose para su casa al más “freak” del clan: un clásico “gordo vasco” (como el mítico Arteche…) al que, entre plato y plato de su talento culinario, consigue sacar el dinero de la venta de las propiedades de la familia). A su lado, la no menos enigmática Madia o Magda quien, tras ser utilizada inútilmente como un nuevo peón para sus estrategias de ambición de Ella, cuyo parentesco con la misma nunca llega a desvelarse,  (el intento de seducir al Altube mayor, Saturnino, indiano enriquecido que regresa a la tierra  natal), protagoniza un tímido intento de rebelión intentando integrarse como una más del clan tras el matrimonio con otro Altube, Roque, aunque finalmente el prejuicio clasista de la familia le hace caer de nuevo en las garras de su dueña original y con ella lo poco del patrimonio de los Altube que aún no poseía. El final de la novela reserva el triunfo definitivo de Ella por medio de su hijo Efrén, el bastardo del clan de los Baskardo, quien desde el principio muestra un talento digno de su madre en la capacidad de medrar (negocios primerizos como una funeraria o una excéntrica compañía de seguros con la que estafa a buena parte de la población) y en cuyo enaltecimiento confluyen el simple azar (la posesión de un barco de Jaso Baskardo por medio de Ángelo, hijo del indiano y empleado suyo, a quien se lo había regalado por puro afán de hacer daño a su padre) y la enemistad definitiva entre la familia Baskardo: tras años de odio y alejamiento de la madre, el retorno de Martxel (huido a Ceilán durante años como peculiar misionero) determina un nuevo recaída de este y su hermano a la tiranía nacionalista de la madre y la decisión final de que Camilo (inducida por hechos como el intento de asesinato de su propio hijo Jaso por impedirle que asesinara a su hermano bastardo en uno de sus numerosos duelos) primero reconozca la paternidad de Efrén y finalmente haga recaer toda su herencia en Cándido, su nieto por la rama no legítima, hecho que no sólo mata literalmente a Cristina (que, a su vez, había ya acometido la mayor transgresión posible dejando sus propiedades en manos de Román, el “maketo” casado con su hija Fabi, todas sus propiedades por el distanciamiento y la certeza de la inutilidad de sus propios hijos) sino que se interpreta como el inicio de una nueva etapa histórica y social, los “hombres del hierro”, que entierran la antigua civilización vasca ligada a la mitificación de la tierra. Las evoluciones de Ella nos son contadas en todo momento por dos narradores externos: el profesor Don Manuel y el joven Asier Altube, entre los que media no sólo la diferencia de ideología que corresponde a generaciones distintas sino la presencia traumática de una mujer, la también maestra Mercedes, de la que ambos han estado enamorados. Y será el maestro, desde su esencial humildad,  el único de todo Getxo en alcanzar una victoria, aunque sea meramente simbólica y moral, sobre el entramado de manipulación de Ella y sus descendientes: salvar en una cacería a un macho de llama (traídos al País Vasco por el indiano, claro) y posteriormente a su híbrido descendiente (una peculiar mezcla de llama y mulo) que obsesiona a Efrén por constituir el único momento de su existencia (y de la de su madre) en que no se han cumplido puntualmente sus ansias de éxito absoluto en todo.  A lo que hay que añadir la rebelión de Elisenda, hija menor de Efrén ya apellido Baskardo, quien huye de la mansión familiar tras engendrar un hijo de un soldado desconocido de la guerra civil, personajes todos ellos a desarrollar en las siguientes partes de la trilogía.

El otro gran bloque narrativo de la obra es la génesis del movimiento obrero vasco ligado al proletariado de los altos hornos o las fábricas metalúrgicas, que el autor tiene el acierto de encarnar en una serie de personajes que siguen sosteniendo el conflicto tradición-modernidad que hila estas páginas: el enamoramiento de Roque Altube, un ser en principio naif e inocente, con la activista revolucionaria Isidora, integrada en un mundo de lucha obrera del que él se siente íntimamente hostil y extraño por su consideración de su entorno rural como una Arcadia feliz al margen del tiempo en el que se obceca en permanecer. Tan distintas querencias entre uno y otro determinan el abandono de Roque nada más nacerle su primera hija, Teresa, aunque siempre quedará en él un poso de culpa permanente que le llevará actos llenos de poder simbólico, como su filiación a un sindicalismo tibio de línea nacionalista y conservadora dirigido por Cristina durante sus años de mujer empresaria o la escena en que obliga a un sacerdote a exhumar a un compañero de lucha política de Isidora muerto y enterrado en la tierra “no sagrada” con que se escarmentaba a los proscritos. Y a propósito del viaje de Don Manuel en busca de Teresa, caída en la prostitución, se nos ofrece no sólo la evolución del movimiento obrero con el paso de los años (el intento de persistir en la ilusión de cambio pese a que la utopía se haya ido despedazando con la incapacidad de vencer a los explotadores) sino una lúcida reflexión sobre cómo el intento de desplazamiento del orden social y político burgués no supone también, por desgracia, un derrumbamiento de su moral podrida: al igual que los privilegiados a los que odian, también los obreros darán la espalda a Isidora por ser madre soltera y determinarán que , a su muerte, su hija tenga que hacerse prostituta ante la imposibilidad de integrarse como una más en la comunidad. Sólo Manuel conseguirá, en parte, su regeneración personal y que respete los ideales de su madre, aunque para Teresa, como para antes su padre Roque Altube, su fidelidad sólo la merezca el amor (el casi patológico que llega a sentir por su protector) y no ningún credo político.

Quizá la única grieta del libro, y es más un prejuicio personal que otra cosa, esté en que cierto exceso de ambición narrativa lleve a Pinilla a dotar a su libro del cierto “bronce épico” que se supone debe tener todo relato de sagas, con ciertas historias sobre la civilización vasca ancestral (algunos retroceden hasta la época anterior al establecimiento del cristianismo, cuando aún persistían todo tipo de antiguas creencias paganas en esta tierra) en cuyo pasado se anclan fanáticamente muchos de sus personajes. Aunque en estos pasajes demuestre el autor una capacidad fabuladora inagotable (por ejemplo, la historia de la rivalidad de dos antiguos vascos por una monumental pieza de madera que aparece en el mar sobre la que sobrevuela un cierto halo místico como supuesto altar mayor original de la catedral de San Pedro de Roma) no dejan de resultar un alarde un tanto innecesario).



Tienen los excelentes cuentos de Ramiro Pinilla (una producción por desgracia escasa en este género, sólo los relatos de estos dos libros que aparecen ahora juntos, tras la recuperación de su figura para la crítica y el público lector, en Tusquets, después de su humilde difusión inicial en Luis Haranburu editor o su sello particular, Libropueblo) la doble cualidad de fascinar a un hipotético primer lector suyo, como inmejorable introducción a su mundo literario, sus personajes prototípicos y sus constantes temáticas, y de encantar aún más al ya iniciado (y por tanto previamente fascinado), que asiste a la forja progresiva del material narrativo que desembocaría en uno de los monumentos literarios más imponentes del S.XX español (y ahora por fin se está reconociendo así), la trilogía Verdes valles, colinas rojas… amén de otras tantas novelas que es de esperar se irán desgranando poco a poco sin que sea preciso la tarea de arqueología literaria y mala conciencia a que da lugar la muerte de un autor menospreciado en su momento.
Recuerda, oh, recuerda (1975) es un libro impecable, tanto en la ejecución formal de los relatos como en su disposición estructural, que pone en pie toda una historia mítica de la familia Baskardo, pieza clave del Getxo convertido en una metáfora simultánea de su tierra de origen y del total de la condición humana con ecos del Macando de García Márquez que tanto influyó en él, que abarca desde lo más primitivo y ancestral ( el inicial “Nombre”, que quizá resulta un tanto excesivo al  remontar  su genealogía hasta los mismos tiempos de las cavernas y “El viaje”, que con el motivo de la introducción de una religión pagana en una comunidad primitiva ya muestra ese carácter peculiar de los Baskardo (concretamente los que luego conoceremos como los Baskardo de Sugarkea) como un clan atávico, reticente a integrarse en el tejido social y la evolución espontánea de los tiempos,  ligado fanáticamente a la tradición y negador de toda idea de progreso) hasta su consumación apoteósica en “El megatafio”, con el hijo de Efrén Baskardo, donde la familia alcanza la cima de su poder económico y social, convertido prácticamente en ídolo pagano tras suicidarse en una de sus fábricas y quedar su cadáver dentro de una inmensa pieza de metal que se exhibirá públicamente. El relato titular “Recuerda oh, recuerda” es la pieza central, la que ocupa prácticamente todo el libro y será retomada casi por completo en el primer volumen de Verdes valles, colinas rojas: el joven Manuel ,futuro profesor del pueblo, tras un encuentro revelador con el macho del ganado de llamas salvajes que trae uno de los Altube desde América, se posiciona junto a los indomables Baskardo de Sugarkea (el ya nonagenario  Kume y su hijo Gain) para iniciar una cruzada por su salvación que va alcanzando dimensiones épicas de enfrentamiento entre la naturaleza (entendida como una fidelidad al instinto  frente a la artificiosidad del mundo moderno en que la violencia no es sino una manifestación de inocencia) y la opresión del mundo civilizado integrado significativamente por personajes de la Iglesia (el párroco Don Estanis) y la nueva burguesía ambiciosa y capitalista (por supuesto Efrén, el nuevo gerifalte Baskardo nacido de la ilegitimidad), pulso que se resolverá décadas después, cuando ya la supremacía de los fuertes haya convertido la ligazón a la naturaleza en algo poco menos que anecdótico, al conseguir el ya adulto Manuel la salvación del último superviviente del ganado de animales, un extraño híbrido entre caballo y llama con el que Efrén, aún resentido por la única traba en que el mundo ha puesto a su soberbia, pretende desahogar su resentimiento. Aparecen ya apuntados en estas páginas los personajes de Ella, la marquesa Oiandia, el gordo Altube, Magda… “libro seminal” lo llamaron algunos críticos.  Y siendo este un relato de tal calidad, puede llegar a palidecer al lado de la inmensa joya que es “El pez”, que podría servir casi de síntesis de toda la mejor inventiva de su autor: la matriarca centenaria de un clan aristocrático enzarzado en luchas intestinas y envanecido en la mitificación de su pasado  (la Doña Toda que también da nombre a una de las novelas de Pinilla)que desea tener contacto con el mar antes de morir y hace que la traigan a su palacio una inmensa ballena (ese motivo temático, tan del gusto del autor vasco, de los hombres que se entregan a empresas totémicas que exigen una confrontación de su energías con las fuerzas más salvajes y primitivas de la naturaleza, similar al que había dado esencia a Las ciegas hormigas) y la óptica de los jóvenes buscando su identidad en la transgresión de las jerarquías sociales y económicas: el adolescente Sator Baskardo, capaz de abandonar su clan y su comunidad guiado a la vez por la fascinación erótica por la “joven de piel blanca”, bisnieta de Doña Toda y única posibilidad de perpetuar los genes ancestrales y el ímpetu de la aventura y la propia joven, enamorada de un “agote” (equivalente primitivo del posterior “maketo” como hombre menospreciado por las jerarquías por sus orígenes humildes) con el que finalmente logra fugarse tras engendrarle un hijo entre la conmovedora complicidad del propio Sator (otro motivo típicamente “pinilleniano”: la perpetuación de un apellido ilustre a través de una “bastardía” que supone simbólicamente el fin de una época histórica… como representa el nacimiento del hijo de Camilo Baskardo y Ella).
Primeras historias de la guerra interminable (1977) puede quedarse un tanto minúsculo al lado del anterior pero tiene el innegable interés de ofrecernos la peculiar mirada de Pinilla sobre el desarrollo y las consecuencias brutales de la Guerra Civil, tema que también será parte fundamental en las últimas partes de la citada “trilogía vasca” (justo los que no te has leído…). Los relatos iniciales “Julio del 36” y “Una lección de historia”, representativos del protagonismo que alcanza el autor la óptica juvenil, imprescindible para desvelar el auténtico sentido de los acontecimientos en cuanto tiene de inocente y desprejuiciada, se centran en la antítesis entre los muchachos que se ven abocados a prestarse como carne para matadero de la contienda aun previendo su final frente al drama, quizá no menor, de los que se ven obligados a quedarse y sentir nostalgia por la acción y la dinámica de los tiempos en que no participan por taras personales (es el caso de, frente a su hermano Marcos, alistado como miliciano entre la hostilidad o la adhesión de su familia (el “orgullo viril” del abuelo frente a la redención materna, de Asier Altube, condenado a ser espectador pasivo por su invalidez). El resto de los cuentos suele ubicarse cronológicamente ya en el final de la guerra y denuncia valientemente la soberbia de los vencedores, su cruel tarea de represión y demonización de los adversarios vencidos aprovechando la sumisión de un pueblo intimidado por el ejercicio de la brutalidad, perdedores que aún pueden alcanzar una mínima revancha aunque sea “espiritual” (“Coro”, sobre la fascinación que suscitan entre las gentes un conjunto de presos cantando en la iglesia al que las fuerzas vivas habían obligado a humillar) o gracias al impulso vital de los típicos jóvenes levantiscos de Pinilla (en “Cópula”,la hija de Efrén Baskardo, Elisenda, que conecta con esa empatía por la naturaleza aún expresa en forma de brutalidad frente al mundo convencional de los ancestros de la familia y acaba fugándose y teniendo un hijo con el miliciano republicano que la había violado y después esperado pacientemente su reencuentro entre la crueldad de los campos de concentración y los trabajos forzados) pero que quedan habitualmente rendidos al sadismo de sus vencedores (escalofriante “Euskera ez”, en el que la represión lingüística, por medio de una anciana a la que se impide comunicarse con su hijo preso y condenado a muerte en vasco, sabe apuntar a una inhumanidad plena hacia el derrotado). Mucho más que un relato sobre la Guerra Civil es el formidable “La Chipinita”, quizá el mejor del conjunto, donde el conflicto se antoja poco más que el telón de fondo para el drama íntimo de la “solterona”  ansiosa por afirmarse ante sí misma y ante el pueblo por medio del amor, lo que le lleva a manipular y chantajear emocionalmente a un soldado del bando “nacional” hasta obligarlo, sabedora de que será pronto abandonada, a un suicidio destinado a teñir de una falsa aura romántica la memoria de su desgraciada existencia (enterrada junto al “amado” tras hacerlo perecer junto a ella forzando un accidente de automóvil). 

CECILIA QUÍLEZ: "La hija del capitán Nemo".

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En el capitán Nemo, Verne trazó el perfil de  un autoexiliado, un ser hipersensible que desahoga su extrañamiento ante el mundo en la fabulación de otra identidad capaz de integrar el intelectualismo, el afán de justicia y el resentimiento, quizá a la espera de que se opere su conversión mágica en otro auténticamente habitable. Por ello resulta del todo pertinente reivindicar su genalogía para, aun sin proponérselo, sentar cátedra sobre el desencanto y su hipotética redención en la soledad elegida, tal y como hace Cecilia Quílez en su nuevo y excelente poemario.

Emociona aquí, como en cualquier libro de su autora, el monólogo de un sujeto lírico deseando sugestionarse para creer que su propio anhelo es una manera de transfigurar la ruina y la negación (Empieza el espectáculo/Con ustedes la maga que convierte en luciérnagas/las polillas) o retomar el pulso de la inocencia (creer que la vida era una fiesta/o que esos ojos prometieran/la corona de una rana), una ficción salvadora que alumbra brevemente hasta el “fatum” de su tropiezo con los límites del lenguaje (Solo me hace llorar/lo impronunciable), grieta de una incomunicación ante la que incluso el amor se revela impotente (Como romper el vidrio/de lo indecible/diciendo/todos a cubierta/No sirve el amor en estos casos), lo cual le lleva a sentenciar su propio epitafio como escritora urgida por la honestidad 

No tengo ganas de escribir
Más explicaciones
Son sin duda alguna impertinentes
Para concluir que no me entiendo
O lo que es peor
Que no hay nada que pueda disuadir
Este sino visionario
Solo espero a que prosperen las respuestas
En la fatalidad de un dato equidistante
Del silencio.

 o a reconocer que la esencia de su identidad es su propia fantasmagoría (A veces choco de frente/con mi propio fantasma/agotado de agotarse/en este mismo lugar/donde nada más puede decirse). Intensamente suya es también esa continua apelación a la intensidad vital, tentarnos a la devastación y al delirio desafiando los límites de esa cordura que desustancia la vida (Sentid/y doleros/de la espina violenta/en vuestra lengua./Aguantad las ganas/y si podéis/imaginad el rocío/que encierran/las rosas en primavera), ese proclamar el vértigo como su mayor asidero vital junto a la autenticidad y el consuelo que solo se encuentra en formas de existencia irracionales (No hay bosque para tanto dolor que no acoja la mirada serena de un perro), seres que conectan con su propia capacidad de casi remitir al mismo germen telúrico del origen (Así te siento/como una campana en el vientre/ese querer prehistórico de madre/que amamanta eternamente la esperanza). Y, en definitiva, convertir la vida en una letanía de actos puros, de impremeditada verdad, que aúnen atrevimiento, placer hedonista y sana insurrección (Proteger la fórmula original del alba/del falso precio de la corona(…)Hacer sopa boba de gallina vieja/celebrar la tempestad para que el rayo parta/al que no sepa hacer de la risa un puro semental) 
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Desconozco si este “Laura tú de niña” está dedicado a Laura Giordani, pero tiene la misma hechura de la palabra de aquella, su misma cualidad de conjuro del dolor a través de la piedad porque, como bien nos recuerda Cecilia, somos albaceas de la herencia de un llanto… Enhorabuena una y mil veces, querida. 

Laura tú de niña
Al lado de una perra herida
Sigues allí Caminas sin esconderte
La duda es un cepo donde espera el engaño
Escarbas en las hojas podridas Sabes
Cómo sangra el río
La muesca que no dice que nunca dirá
Laura tú de niña escapulario en llamas
Pupila en el ábaco Misma resta de la furia
Misma almohada de huesos miserables
Y una calavera demasiado tierna
Para digerir la pesadilla frente helada
La noche escucha aún tus oraciones
Tú y yo hemos pasado Laura
Por la misma carretera
Que rodeaba esa agonía
Con tierra entre las uñas
Agua de junco para pequeños cementerios
Aquellos animales
Y todas las demás bestias regresan
Dicen
Gracias por no dejarnos ir
O ser arteria en la locura
De los muertos
Absolutamente muertos
Eso Niña Laura
Era lo que tú escribías
Tan despierta. 

LUIS MIGUEL RABANAL: "Tres inhalaciones"

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Tres inhalaciones, tres calas en una escritura que apuntala su singularidad en el panorama lírico actual y, lo que es más importante, su calidad,  en la riqueza poliédrica de su estilo, un hermetismo que traza una escritura exigente y a la vez participativa para el lector a través de una expresión vocacionalmente imprecisa que abre el poema a la diversidad de lecturas e interpretaciones y una aceptación decidida del riesgo de la experimentación, un posicionamiento, casi más ético que estético, fundamentado .en la continua reinvención y el socavamiento de las propias certezas artísticas antes de que puedan convertirse en tópicas. 

 “Las luces largas” destaca por su intensidad de sugestión descriptiva,  el talento para la creación de una atmosfera de densa irrealidad dramática en que la naturaleza y la escenografía inquietante del nocturno introducen la recreación en la proximidad de una agonía y una muerte  que no se saben si son las del  poeta o, en cualquier caso, certeras máscaras de alteridad para ahondar en la propia. Y ese es precisamente su gran logro: la ambivalencia de perspectiva, cierta ambigüedad deliberada entre una distancia objetiva, una frialdad de análisis científico o policial, de mirada inmunizada o vuelta a la asepsia emocional en su contacto cotidiano con la atrocidad y una profundización íntima de monólogo de cadáver rulfiano (…podría ser tu cuerpo aferrado a los grilletes de mi cuerpo (…) /Creer lo ajeno/ como propio, sobrecogerse/en la prolongación/adversa…), trazando un bucle desquiciado en que se funden el peso de las ausencias, el miedo o el propio menosprecio y la conciencia de la derrota,  grietas  entre las que se va filtrando una serenidad que se dilata a medida que se hace patente el acecho de la nada (Morir no tiene por qué/ser diferente a pasar/ las aguas con cautela).

“Pequeña galería de poetas sin reloj” supone más que un sugestivo cambio, una amplificación de registro en que la irracionalidad que constituye el cimiento estilístico del autor conserva la heterodoxia, la fluidez creativa (y, mejor aún, libertina)de la imagen (especialmente patente en textos como “Gottfried Benn se saca un poema de la manga”) pero  integrándola en una estructura verbal de dicción menos hermética, más asequible, que tiene su valor fundamental en la ironía, un humor contaminado por cierto escepticismo y rendición al desencanto que, desde una perspectiva de deliberado distanciamiento impersonal más propia de un tratado enciclopédico que de un poemario, pone en pie un implacable muestrario de miserias consustanciales al “ser lírico” en que se entralazan la mordacidad contra la incompetencia vital, el infantilismo  que quiere disfrazarse de encanto naif o inocencia subsistente , el patetismo de pervertir la espontaneidad en favor de la pose (“Unica Zurn se entretiene con muñecas y trapos”), la complacencia del servilismo ante los “consagrados” (“Victoriano Crémer no se acuerda de mí”) , la falacia de su vocación subversiva, el solipsismo o la predisposición morbosa a la melancolía del poeta,  (“Efraín huerta se retracta de todo”, “Un tal Jaime Gil nos habla cada día”) a veces con un punto de goce lúdico en el autodesprecio que remite a Pessoa y al más cáustico de sus heterónimos (Álvaro de Campos, claro, quien podría haber firmado un texto como “Philip Sopault se deja asustar por poco”, poema excelente por su mirada incisiva y desmitificadora contra tópicos sobre la percepción del poeta por parte del “profano” en el mundo literario como el miedo al “acecho apocalíptico” que parece presagiar labor tan poco respetable y enemiga de la sensatez del  o su búsqueda patológica de la excentricidad en una continua huida de la mediocridad que se considera definitoria del hombre común.)

“Un poema de amor” resulta ya escalofriante desde la ironía trágica de su propio título, no elegido con cinismo sino desde el desencanto aún peor que constituye la certeza de la imposibilidad de la comunicación y la negación de un espacio de afectividad inocente y depurada del miedo en que pudiera asentarse la vida. Y aquí nuevamente nos fascina la versatilidad de registros, el énfasis en la potencialidad expresiva del lenguaje por medio de una palabra de arista dura, bronca, de dramática y sucia inmediatez frente a la cadencia lírica con que se sugiere una vivencia amorosa que pertenece a la literatura y no a una realidad humana donde no es transplantable su idealismo pero que la sentencia como el error más humanamente justificable a causa de la imposición de la soledad (ha ocurrido porque la realidad la desgracia/escuece asentirla nos impone soñar/con un tiempo más fértil/en disculpas más dulce que nuestro candor/al sonreír abrazados como las pequeñas/que no confían en jamás jamás/escribir con sus dedos manzanas sorbetes). Víctima y verdugo alternan sus voces, tejen una confusión perturbadora que alientan el terror de una (me dan ganas de marchar me dan/ganas de tirarme a los coches/me dan ganas de coger el cuchillo/clavarlo en tu boca por favor no lo hagas abriré así las piernas) y la atrocidad del otro sincopada por la honestidad del reconocimiento de la culpa y su tentativa de expiación en la lucidez sobre la propia debilidad(no me veas con odio/no soy ruin como insinúan afuera/me mortifican tus ojos si miras a alguien) para ir trenzando una corroboración lenta y progresivamente agónica de cualquier probabilidad de redención en lo erótico (y el amor que destruye/lo que sabía acertar aquel rostro/incapaz de abordarse en la incipiente serenidad/al salir a la glorieta de los ajenos no es extraño/comprobar que el deseo se enfrenta al deseo/de alguien que estorba), que queda sellada en la efectividad lapidaria de las últimas líneas (pégame duro da igual/ya no siento nada debo de estar muerta), cruda evidencia de que el dolor solo remite en el instante simultáneo en que culmina la rendición de la vida que ha asolado.


En definitiva, tres partes de factura dispar pero semejante en su coherencia y su apuesta por la radicalidad, que conforman el testimonio de resistencia de una escritura arriesgada, necesaria en un momento histórico y literario en que la palabra se precipita al desgaste,  a esa monocordia de su domesticación por el  pensamiento estándar que la implacable precisión  del maestro Valente llamaba arte de la poesía ejercido a deshora como una compraventa de ruidos usados

FERNANDO NOMBELA "En esta luz nosotros"

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Un poemario, un libro que en realidad son dos, dos partes disímiles en su factura formal (de la “pureza estilística” a una amplitud de registros en que tienen cabida la reelaboración lírica del lenguaje coloquial, el prosaísmo bien entendido, la heterodoxia onírica y surreal y hasta alguna concesión “arty” al barroquismo) y su temática (una evolución de la subjetividad a la apertura al drama humano del otro que se hace coherente en su condición de emanación espontánea del sentido de la gratitud y la  humildad ante la existencia, que constituye el subtexto más emotivo, pero también más oculto, más necesitado de un lector de hipersensible agudeza,  de estos poemas) que se cierran como una sola, como un bucle firmemente ensamblado en su apelación a la esperanza, la única cuya existencia parece legitimada, la esperanza “per se”, la que se nos ofrece como posibilidad inmotivada (no hay ningún motivo para la esperanza, y todos lo sabemos) y por  pura terquedad de afirmarse,  sin necesidad de obviedades de felicidad  que no hacen sino frivolizarla;  frutos ambas de una permeabilidad creativa y una cultura literaria que se antojan tristemente insólitas en el actual panorama literario español.

La obra se inicia con “Esta luz”, un arrebato de gozo guilleniano (ese “de tan alta y sin vaivén” de “Beato sillón” que se cuela deliberadamente, como una intertextualidad eufórica, entre sus versos) con guiños al Dámaso “metafísico” de los Gozos de la vista, texto que ya revela las mejores cualidades de esencialidad y reducción a mínimos estilísticos de la voz del autor (especialmente perceptibles en las “distancias cortas”, en los poemas en verso breve, encabalgado y “puro” o esa maestría de precisión lírica de las múltiples muestras de literatura aforística que contiene) y, fundamentalmente, el que será el principal eje temático de esta primera parte: la humildad, indisociable de cierto pudor de no merecer la felicidad o al menos de temor a deshacerla por la persistencia del contacto con la tristeza, la grandeza de espíritu de saberse obsequiado por la vida (en “Noche”, será la oscuridad quien reciba la intensidad de su acción de gracias como antes la luz y “Velando” es un poema emocionante por esa reciprocidad, decidida, alentada desde dentro y no casual, del “don” haciéndose a sí mismo “ofrenda”, afán de entrega con un celo que alimenta el sentirse urgido por la gratitud), una modestia que no se niega sino que queda paradójicamente reforzada en la sutileza de una percepción sobre el mundo que lo hace cuasi dios, receptor y hasta ejecutor de fenómenos físicos y prodigios (“Mirada”) y le labra su propia autosuficiencia, el convertirse en un depositario de intuiciones  cuyo ahondamiento en su interior le hace no necesitar la insuficiencia del lenguaje. Gemela de esta idea resulta una concepción de la existencia como negación de la actividad intelectual o la reflexión, una decidida antítesis entre el pensar y el vivir en que este se convierte en un fluir espontáneo de la sensación que se concreta en atmósferas de belleza y serenidad en que se relativiza y diluye el yo (como la que alienta el poema “Despedida”) y llega a violentarse incluso la imposición de la condición mortal, didáctica de lo sensorial que no anula la supervivencia de cierto afán “inquisitivo” afirmado sobre el potencial de revelación de la naturaleza que parece apuntar en poemas como “En un jardín brunelesco”. En definitiva, lucidez y hondura emocional que no  pueden sino confluir en un poema final como “Credo”, conmovedor en su certeza de que toda derrota es apariencia porque por medio de ella se ha adquirido el sentido de la propia dignidad personal ante la flaqueza (Creo/en la resurrección/de la carne/de los amantes./Creo/sagrado/el eterno vavién/de vida/muerte/de los que aman)./Perdí el amor,/gané este alba).

La segunda parte, Nosotros, actúa como una suerte de “ensanche” del poemario  tanto por la cualidad poliédrica de sus  registros estilísticos (a la citada inventiva surreal, que en realidad ya ilustraban poemas de la primera sección como “Noche” u “Océano” o la aproximación a los usos coloquiales del lenguaje puede añadirse también la  agudeza incisiva de su humor, como en el  poema “Mi señor”, donde la perfecta asimilación del tono confesionalista asociado al remordimiento de cuño agustiniano va desembocando en audacia irreverente, una desvirtuación del tono y el léxico inicial que apuntalan una afirmación de la libertad individual) como por la evolución del motivo central del dolor desde el intimismo a su condición global, comunitaria, drama cuya naturaleza compartida no se admitía más por pudor, por exceso de lucidez de hasta dónde alcanzan los límites de su desgarro,  que por esnobismo, y que a menudo se nos narra como unas memorias de la fragilidad, de la desorientación vital abocada a experiencias trágicas (locura, alcoholismo, drogadicción) que hacen inevitables las referencias al tono del “realismo sucio” o el confesionalismo (digna de Anne Sexton o Alejandra Pizarnik es la serie “Tres ensayos sobre el olvido”, cuyo principal acierto es focalizar el trauma de saberse fondeando la nada a través de una desmemoria en que sólo resuena la única pervivencia del rencor) donde quedan fundidas la vida propia y la ajena . Entre poemas de singularidad inclasificable como “Abril”, híbrido extravagante en la confusión de su tono entre escatológico, alucinatorio y naif macabro, Nombela encuentra versos para evidenciar su dominio del “ritmo” poético (por ejemplo en la dinámica de avances y retrocesos del poema “Solitud”, con su  “in crescendo” desde la tristeza más íntima y desconsolada de las partes iniciales hasta la violencia expresiva, precipitada en la irracionalidad luctuosa de las imágenes de la parte III, para regresar al “sosiego”, fruto de la conversión del dolor casi en especulación existencial, de la coda final) y apuntalar en “Crisis” una poesía social que transgrede  todos los tópicos del género por su desarrollo por medio de paradojas: el drama de a quien le falta el  trabajo y eso le sume no solo en la pobreza sino en la histeria afectiva y con ella la soledad frente al de quien lo haya y es destruido metódicamente por él; el que tiene “poco” como única salvación del que carece de todo, en una firme apelación a la responsabilidad ética del ciudadano común frente a la tentación viciosa de delegar en las clases del poder o las instituciones).


Y aún le resta asistir al lector a un último rastro de caridad humana que lo es además de sabia construcción estructural, un final que otorga una cualidad cíclica al poemario  en el que la esperanza, en el sentido “arbitrario” que hemos comentado al principio,  queda restaurada súbitamente después de poemas que han afrontado de forma descarnada, con una valentía no sobornable al ternurismo o la corrección moral, las vivencias más sórdidas que podrían haber hecho corroborar  su extinción: Vivir, buscar, no encontrar, seguir o no buscando(nosotros, ocho, y esta luz cinco), uno de los mejores textos del libro, entre otra infinidad de matices que acoge su complejidad,  va creciendo como un inventario de raíces en que se sustenta el pundonor por vivir en que caben la memoria (ya sea en forma de recuerdos o de revelaciones tardías), el afecto humano,  la negación ingenua o la terquedad ante el hecho de que la existencia sea exclusivamente dolor o una actitud de honestidad ante el fracaso que lo convierte en un paradójico héroe moral a lo Álvaro de Campo; antesala de la redención, mitad anhelo y mitad certeza, expresada entre la confidencia y la gravedad casi lapidaria, que sugiere  ”Última fe” (Creo que/al menos mientras vivimos,/hay un bien imperecedero,/una suerte de dios,/en el hecho/de haber amado/alguna vez./Esa es hoy/mi última fe,/el único motivo/ por el cual/volvería a la vida).

Eva García Donate: "La vida de Patty Ice"

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Este volumen que acabas de cerrar hace un rato, querido lector, y de cuya sugerente extrañeza aún no te has recobrado, no es ningún ejercicio imitativo nacido de la ansiedad por ser Fernández Mallo, ninguna Patty Ice experience. Se le perdonará a uno inicio tan agresivo y suspicaz… pero quien aquí escribe es consciente de que la recepción lectora de obras tan singulares como la presente está necesariamente mediatizada y sometida a comparaciones con el modelo de la novela fragmentaria de corte experimental que, en principio condenada a la marginalidad o el juicio condescendiente sobre lo “raro”, ha obtenido una insólita repercusión crítica y comercial en los “artefactos narrativos” (más que novelas o libros de relato al uso) del escritor gallego. Pero no, pese al número de semejanzas que pudieran aducirse (tan obvias que no merece la pena comentarlas), el símil no resultaría exacto: el hibridismo, establecido desde el Romanticismo como sinónimo de arte que apuntala su valía en la singularidad, sobrepasa aquí los límites de la confusión deliberada de los géneros literarios (guiño a la narrativa en la profusión de caracteres (aunque sustituyendo el perfil psicológico exhaustivo por una técnica casi impresionista de pinceladas breves pero altamente significativas) o el mantenimiento de una leve trama argumental que cohesiona el conjunto y evita  su percepción como una sucesión de secuencias  inconexas, así como a lo poético y ensayístico en la infinidad de momentos que aúnan hondura meditativa y búsqueda consciente del estilismo), integra lo literario con un componente plástico que no cumple la previsible función decorativa sino que ejerce como contrapunto o al menos amplificación de su significado a través de la sugerencia, sin caer en la obviedad de imponer una alegoría o un símbolo explícito, de fusionar lo libresco con un espíritu de modernidad tecnológica lúdica que lleva a Eva García a respetar en su transcripción escrita su formato original de blog para internautas, a incentivar esa firme vocación democrática que aporta a la literatura el darle una dimensión interactiva, una voluntad de no dejar al lector acomodarse en su rol pasivo y ofrecerle espacio para expresar sus apreciaciones  y notas de lectura, sin preocuparse de que puedan ser críticas con su propio texto, no elogiosas o simplemente banales y de puro valor circunstancial (el “Muchas gracias por el viaje de regreso a Cuenca. Besitos ”que deja el escritor leonés Manuel Cuenya tras conocer a Eva en el encuentro poético veraniego de Priego).

Por otra parte,  esta de Eva García es una narración mejor “trabada”, efecto logrado no solo por la citada capacidad de lograr un desarrollo cuasi argumental con que hilvanar su disparidad de caracteres y motivos temáticos, sino por la originalidad con que se manejan lugares comunes o “topoi” recurrentes de la tradición narrativa universal, como los del viaje o la búsqueda del personaje por encargo de otro (la del traductor por el traficante de sal a instancias de Patty Ice), motivo que enriquece la dimensión más explícitamente novelística con una cualidad pseudopolicíaca…(matizada por esa agonía existencialista que aúna las vidas de Patty y el traficante en el vértigo de hacerla depender del hallazgo de un Godot tan potencialmente redentor como inexistente)…. y que culmina en la radical indefinición que quizá desea inconscientemente, por ese deseo de ser juez y dios del destino de otros que alienta todo lector, el buen degustador de literatura negra. Finalmente, no parece menor el detalle de que, sin renunciar a la coquetería libresca de las citas y su implícito juego de complicidad entre lectores “iniciados”,  absolutamente todo en estas líneas sea creación original y no incurra en el continuo recurso al “préstamo”, mitad reciclaje mitad refrito un tanto oportunista, del que abusan todas y cada una de las partes de la saga “Nocilla”.
Y en cualquier caso, la razón incuestionable que apuntala la calidad de esta obra está en sus personajes, cuya acendrada “rareza” consigue no entrar en contradicción con el hecho no menos plausible de considerarlos prototipos humanos parcialmente simétricos:  quizá, el fondo psicológico que asemeja la vocacional extravagancia de los personajes de Eva es una lucha común contra la vida como una apelación monocorde a la normalidad o la mediocridad circundante, una hipersensibilidad para reconocer y sentir de manera visceral  los límites frustrantes de lo real que intentan desahogar mediante comportamientos progresivamente inverosímiles. Unos cuantos ejemplos:
-Se recrean en fantasías luctuosas, como los reiteradas muertes de Olvido Express, unas fortuitas y otras que se antojan determinadas como consumación de una fatalidad de fracasar en el pulso por definir su identidad o los personajes que aceptan la imposición castrante de la enfermedad a cambio de convertirla en un pretexto más para satisfacer su avidez creativa, como ilustran  algunas de las extravagantes patologías que sufre Valeria,  entre ellas la condición de “latero-cognitiva” que apunta uno de los lectores del blog)
-Suponen una vuelta de tuerca heterodoxa o imaginativa a personajes cuya singularidad ya se había establecido posicionándolos en los márgenes de una sociedad convencional (hay un traficante…pero no de armas o de drogas, sino de sal… y un traductor del todo atípico que, firmemente persuadido de la impostura del lenguaje y de la certeza apocalíptica de su extinción (desarrollada en el bellísimo texto “Cuarto jardín”), acogido a ese principio de feroz lucidez de que nombrar es agredir, es consciente de que su oficio es reformular lo falso, hacer trasvase de mentira a mentira (no había  naturaleza en las palabras que se trasladan y enmudecen la memoria de las originales) hasta caer en un círculo vicioso en  el que acecha el vértigo de la desaparición (escribía las raíces que escribían las estaciones que escribían el ciclo que escribía la copia que escribía lo singular que escribía la metamorfosis que escribía un nombre que escribía el traductor…. hasta el infinito o la náusea) alcanza la necesaria honestidad que lo convierte en simple trascriptor de la literalidad carnal de las cosas (detalles sumamente reveladores como que sus lápices carezcan de mina y su lugar lo ocupe una oquedad que pueda ser empleada a la manera de catalejo, o que encuentre la poesía en los cálices de las flores y no en los libros , que aspire a “escribir las estrellas de nieve o el aliento de vapor en las bocas de los hombres), un hombre cuya vida es la aproximación hedonista al goce del  asombro pero no el  intento por comprenderlo porque sabe que… no volverá a traducir si busca en los jardines el paisaje que sustituya el instinto del bosque).
 -Recurren al motivo clásico de la metamorfosis como parte de esa búsqueda agónica de la definición personal (las mutaciones que opera Patty Ice sobre sí misma o sobre las realidades más mínimas de su entorno cotidiano, similares a esas vivencias extravagantes que operan una sistemática violación de los límites del tiempo y el espacio….. como el “barco terráqueo” del traficante o el propio las  traductor (Mi traductor duerme y apoyando su cuerpo en el cerezo se ha vuelto corteza su torso y su cabeza verdina y tránsfuga trae luz y sombra entre las hojas que son ya su frente alejada….) , una vez ha descubierto que ser parte de pleno derecho de la naturaleza requiere enajenación y no reflexión.
 -Convierten la vida en una búsqueda febril de la excentricidad desde la convicción de que en ella radica cuanto pueda afirmarse sobre nuestra autenticidad, hasta tal punto que al narrador le puede resultar excesiva y llevarle en cierta medida a quebrar su objetividad casi de cámara cinematográfica de narrador conductista para deslizar algo, si no equiparable a un reproche ni menos aún a un
 juicio moral,  al menos a una impresión subjetiva: “Cherry es una mentirosa”… repite continuamente, aludiendo quizá a que la mentira es el instante en que la ficción deja de ser tolerable en el sentido en que se ha convertido en una suplantación a priorística del mundo, una actitud de intransigencia que lo anula de inmediato sin conceder un instante de réplica en que aún pueda afirmarse en su belleza o su capacidad de sorpresa y, más cruentamente, en una rendición de la voluntad para afrontar el dolor que nos imponen nuestros límites).

 Y subterránea a esta confrontación contra la normalidad en sus facetas más opresivas, transcurre,  tan dispersa y levemente sugerida que solo podrá ser  captada por un lector realmente atento o al menos predispuesto a la emotividad, una intensa sensualidad (las fantasías eróticas de Cherry) o un sentimentalismo siempre amenazado por el cerco de la incomunicación o el desencanto (el amor ni siquiera íntimamente confesado del traficante de sal por Patty o el quizá sugerido por la terquedad de la propia Patty a reconocer como definitiva la ausencia del traductor) que resulta indispensable para que los personajes adquieran pleno espesor humano y no puedan ser percibidos por el lector como un catálogo “freak” (en su acepción original no peyorativa de “fenómeno extraño”) de formas de  la extravagancia.  Y es que Eva García es escritora (no, no es una matización de perogrullo: el  acto físico de escribir no te convierte en absoluto ni de inmediato en escritor) y como tal sabe que el sueño, el delirio o la imaginación surreal alcanzan su pleno sentido en su condición de aproximaciones a los apenas tres o cuatro motivos cuyo descubrimiento tiene una pertinencia eterna para el hombre (el amor, la muerte, el pulso entre lo real y lo anhelado a través de la ficción), un sentido de la hondura que obra el prodigio de que las sucesivas vidas de Patty Ice sean otras tantas calas en la urdimbre de misterio que nos fascina en cada una de las nuestras.   

FERMÍN LÓPEZ COSTERO: "La fatalidad"

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FERMÍN LÓPEZ COSTERO, La fatalidad, Ed. Nazarí, Granada, 2014.
Los afortunados lectores de la anterior entrega poética del berciano Fermín López Costero, el excelente “Memorial de las piedras” (Melibea, Talavera de la Reina, 2009) se encontrarán nada más abrir este nuevo poemario con la sugestiva sorpresa de no tanto un cambio de estilo ( si bien este es notable en la preeminencia de una palabra más directa, coloquial, sin el puntual hermetismo a que se prestaba en el anterior la presencia de una irracionalidad que aquí también aparece, pero más dosificada) como de “cadencia”, cómo el desbocamiento del versículo evoluciona a un ritmo más contenido, sincopado, apuntalado en la eficacia con que se utilizan recursos como el encabalgamiento, de tal manera que el libro da buenos argumentos para refutar el tópico que afirma que cada poeta tiene una música intransferible… pero a menudo también fatalmente inmutable.
Junto a la citada variación estilística que supone, es este un libro que apuntala su calidad en el talento de subvertir tradiciones líricas enquistadas (y si se asumen, como en “Otoño” o, sobre todo, en “La fatalidad” (¿mejor poema del conjunto?), quedan reinventadas por una intensidad emocional capaz de hacerlas nuevas. El poeta sabe que la emoción es la regeneración de todo…en cuanto supone profundizar en la subjetividad y la subjetividad es original por definición porque sustenta la radical singularidad de la mirada al mundo que todos representamos (como don indisociable del simple existir)…o simplemente porque se expresa con imágenes de esta brillantez: y trastorna mi mente con los sones de una flauta/fabricada con la tibia de un ahorcado): Ahí está la reinvención de algunos “topoi” de la expresividad dramática del Romanticismo, primer referente literario que asalta al lector al empezar a leerlo: en “El indigente” el mendigo esproncediano ha ascendido a voz que atestigua y registra la miseria humana, no sólo es una máscara desde la que expresar un desgarro íntimo que le lleva alinearse vitalmente con los marginados, en “La casa deshabitada”, la cualidad atmosférica que se exige en esta estampa gótica se consigue mediante un retrato de la fantasmagoría, inquieta la presencia de lo no real, no el habitual catálogo de realidades degradadas o vaciadas por el tiempo….algo que, sin embargo, se sabe hacer con sobrada solvencia para crear una perturbación descriptiva en textos como “El jardín”). En este mismo sentido, es también reseñable la reescritura dramática de motivos poéticos asociados a la plenitud (la luz en “Farol”, el siguiente ”Luz”…aunque matizado por el resquicio de trascendencia que abren los bellos versos finales).
Son versos, especialmente en su primera parte (es la favorita del que aquí escribe pero por razones de su personal inclinación a lo más drástico y visceral; atendiendo a criterios formales, las demás no la desmerecen y no hay altibajo alguna en la tensión y la autoexigencia creativa sostenida que avala la calidad del poemario) sembrados de estímulos para la conmoción: el que cualquier acto de la cotidianidad pueda estar abocado a tener una lectura simbólica fatalista (comer a mediodía ya no es comer sino asistir a la encarnación del hambre…y su naturaleza circular de entorno retorno de una tragedia regenerada al punto que se extingue), así como la sinceridad con que se confiesa el anhelo por la enajenación aunque sea a costa de la nada (“Huesos”), la nostalgia de la muerte como aproximación a la propia definición vital (“El árbol del ahorcado”), el cansancio ante la vida como un pulso perpetuo por afirmar la identidad o un tiempo que no garantiza más que la provisionalidad y el tránsito (“El tiempo”, “Entre flores muertas”) o el peso de reconocerse que el amor era una aspiración secreta a desaparecer (“Los pescadores de perlas”, sintomático de una imaginería obsesiva de unión entre lo erótico y lo visual, presente en textos como “Marina”, “Rima” o “Encerrado en sus ojos”, que parece refrendar el viejo tópico, antes clásico y después petrarquista, del amor como patología transmitida por vía ocular) o que cualquier instinto ético se deshace en el cinismo de quien, no entendiéndolo, lo vacía (“La risa de la hiena”). Y quizá, más aún, la lucidez de saber que toda decadencia ética lo es primero lingüística: los valores se extinguen en cuanto no hay lenguaje para enunciarlos, como si se suicidaran de pura melancolía al saber que ya no encontrarán heraldos a la altura de su dignidad (“Entre la inmundicia”).
Tras el dramatismo de la primera sección, el tono vira a lo celebrativo en los poemas amorosos (La ausencia ya no es ausencia/sino aleteo de ángeles que se aman, se corrobora con gozo en “Ausentes”, el mismo que alienta la cartografía carnal de las sugestiva imaginería de “Ávidos labios”), algunos de la originalidad de “Pequeño tesoro”, en que el amor se expresa como un inventario naif de pequeños detalles y percepciones coleccionadas con un fetichismo sentimental que desemboca en una reconciliación afectiva con nuestra finitud (En cambio, los besos y las caricias son únicos/y morirán conmigo. Aliento de mi aliento,/ceniza de mis cenizas serán)…hasta el punto de que la muerte se pueda transfigurar en presagio (“La semilla”, otro poema rematado con implacable brillantez). Con todo, y es uno de los detalles que permite al libro mantener su coherencia, la inadvertida hilazón que no permite considerarlo una suma de secciones desgajadas, es un amor que preserva la lucidez de reconocerse en su antípoda…para cuya caracterización se reserva el poeta lo mejor de su creatividad expresionista (El odio es el fuelle/de un acordeón afónico,/lacerado por el reproche…versos creados con la misma intoxicación de delirio del memorable repudio de la tristeza que ponen en pie los versos de ”Luna negra”).
“La tristeza” ejerce de poema eslabón que afirma la cualidad cíclica del poemario a su tristeza inicial…. restitución en que la intensidad amorosa parece diluida como la cualidad efímera de un sueño de redención….pero tras pasar por la experiencia sentimental el desgarro parece, en cierta medida, haberse atemperado, querer ser más corroboración que lamento por el dolor o la brevedad precaria que define la existencia ( ahí la serenidad casi lapidaria que transmiten poemas como “Los márgenes del tiempo” o “Telón”) o una fragilidad asumida casi con resignación en “El Golem y los niños”) y hasta haber conservado algún eco angélico que justifique la terquedad de seguir fabulando (“Anunciación”). Y parte del mérito de esta última sección es que en ella en que se dirime (sin resolución definitiva, sin “tesis”, sin mensaje, como en todos los poetas esenciales) la ambivalencia de doble filo de la palabra, a veces ficción que incuba el desencanto y otras tantas consuelo (“Epigrama” frente a “En la biblioteca”).

En definitiva, un libro que no solo confirma la revelación que supuso su primer poemario sino que conduce la obra lírica de su autor a una variedad de prismas temáticos y estilísticos, una rica heterogeneidad que hace, a partir de ahora, legítimamente esperable su reivindicación entre las aventuras literarias más autoexigentes, más humanamente comprometidas con su oficio y por tanto más decididamente memorables para el lector de poesía auténtico, el mismo que haya tenido primero la lucidez y después la voluntad y el coraje de saber que hace ya años la mejor lírica de nuestro tiempo nos está aguardando desde el exilio de los márgenes

PEDRO ANTONIO GONZÁLEZ MORENO: "El ruido de la savia"

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En este nuevo  poemario de Pedro Antonio González Moreno, más incluso que en cualquier otro de los suyos, he aprendido lo que es un libro que es solo posible desde la madurez , desde un largo proceso de aprehensión de la realidad en que se ha educado a los ojos a mirar hasta la esencia de las cosas para rehuir su apariencia accidental y apreciar su potencial de convertirse indefinidamente en vida y regeneración de la belleza (“El ruido de la savia”, “Orza de luz”, “La voz de la  madera”), . Como peaje gozoso de envejecer, se consigue, por concesión más de la humanidad que del talento, aunque de aquella el autor vaya sobrado, esa “savia” que no es solo el camino hacia la revelación de las cosas, sino el propio equilibrio interno logrado a partir de la tolerancia con los límites de uno mismo y de la vida, evitando el desgarro y la histeria de no aceptar el mundo como tal sino de intentar hacerlo obedecer a la intransigencia de nuestros sueños.

 Dicho esto, la sección incial "Raíces de un árbol genealógico"  conmociona por su retrato de la poesía como un don heredado, cuya esencia es el dolor de la confrontación del hombre con la supervivencia ( en su cotidianidad brotan infinidad de alegorías del decir poético o el mismo crecer existencial cuya hondura el tiempo irá paulatinamente revelando: “El picón de la infancia”, “Construir”, “El arca”, “La canción de la llana”) y la necesidad de conjurar su propia debilidad, verbalizarla (vivir y escribir como aprendizajes simultáneos) es un acto de acción de gracias en el que el poeta afianza la dignidad de la humildad (convertida en una suerte de aristocracia en “Heráldica”) y se reconoce a sí mismo como proletario de la palabra en un acto de alineación espiritual con los suyos en el que encuentra su identidad (“La patria de los míos”, “Turbio oficio”). Este es el aliento de Claudio Rodríguez ,el de "Alto jornal", el de "Día de sol" o "La contrata de mozos", el de esos poemas en que imágenes asociadas al trabajo  rehúyen su connotación negativa previsible para alumbrar el gozo de ser vida entregada, y son muchos los versos en que retumba. 
 La tercera parte metapoética (y magnífica) apuntala y ensancha las anteriores: en consonancia con la filiación emocional con la tierra, la palabra vivida como una pasión de intensidad telúrica , de regreso a lo primitivo en que nos aguarda el consuelo (“Quinto elemento”),  aspiración a una poesía que no retrata la realidad sino que la re-crea y en la que la vida retoma su juventud y su inocencia ante la amenaza de la muerte (“Aleación improbable”, “La luz no escrita”) que se autofecunda en un ciclo gozoso para afirmar una visión optimista y equilibrada del existir (“Hermes y el sueño del mercurio”), que repudia el ensimismamiento formal y aspira al dinamismo de lo vivo afrontando el vértigo o la indiferencia (“El río”),  reto que se acepta asumiendo el riesgo de una enajenación (convertida paradójicamente en cordura) o la confrontación con el dolor que se ha ido sedimentando como paisaje de fondo del existir (“Última barricada”).

En esta escalada hacia la plenitud que va trazando el libro, se tenía que llegar  al amor y el erotismo como consumación, cuyo retrato se inicia, para enlazar sabiamente con la sección anterior, con la poesía concebida como corporalidad predispuesta al placer (en un sentido que supera lo carnal sin dejar de serlo literalmente) encontrado en el roce con el otro, asumido el riesgo del dolor que su honestidad no puede sino confesarse (“Anatomía esencial”: Aprendimos muy pronto/que el poema era el cuerpo/sagrado del amor/pero también los bordes exactos de la herida). Y tras la tentativa de que la palabra pueda sugerir esa trascendencia que se ha encontrado en el amor (“Con otra tinta·”, “Palabras recién cortadas”), no puede sino consignarse su fracaso ante lo inefable y la ensoñación de que la unión erótica pueda ser una suplantación del lenguaje en que se afiance un anhelo que necesita de su expresión para saberse vivido en su totalidad (“De un tiempo sin nosotros”, “Altar”). Esta desazón es un prólogo inmejorable a la premonición de la muerte de la última sección de poemas (dos textos que valen por un poemario entero), conmovedora al relativizar la nada en la convicción de que la existencia debe ser vivida y celebrada al margen de la aniquilación propia o de lo que se ama (“Mañana, la intemperie”), una grandeza de humanidad que tiene su compensación en el logro de la sublimación del dolor de la ausencia a través de un recuerdo hecho palabra que tiene la intensidad y la potencialidad consoladora de lo vivo (“El árbol donde creces”). 


 No he dicho apenas nada sobre la calidad de la factura formal ni sobre la impecable distribución estructural de los poemas (a estas alturas, me parecen tan consustanciales a su "ser" literario que citarlos es una redundancia) pero sí habría que señalar dos cosas: de un lado,la inmensa plasticidad y riqueza de las imágenes, sobre todo en tantos momentos en que añaden toques de descripción lírica impresionista que se contrapone a su condición de retratos o estampas de descripción realista de un mundo ya extinto (“Espejismos”). Y de otro y más importante: hacía tiempo que no leía un poemario en la última lírica española en que nada sobrase (literalmente: nada), que no tuviese alguna irregularidad ni una caída inevitable en la "relajación". Cualquier lector, como es obvio, tiene sus predilectos, (una docena bien larga...) pero no podría negar que todos están construidos con el mismo grado de exigencia, con el único enfoque posible para escribir poesía que merezca ese nombre: afrontar cada poema como si pudiera ser el último, como si se escribiera desde la inminencia de nuestro final, que no es una sugestión metafórica sino una imposición real. Y aquí ya no estamos hablando de más o menos "habilidad" o talento formal, sino de respeto por el oficio que uno ha elegido, justo lo mismo que ha malogrado a tantos que tenían cualidades inmejorables.