LEONARDO SCIASCIA: "El caso Moro"

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A caballo entre la crónica periodística objetiva (especialmente perceptible en partes como una exacta y puntual cronología de los hechos) y el ensayo plenamente subjetivo e intencionado, Sciascia dejó el mejor testimono escrito sobre la gran convulsión de la vida política italiana de finales de los años 70: el secuestro y posterior asesinato del líder del partido conservador y religioso Democracia Cristiana a manos de las Brigadas Rojas como consecuencia de la indignación que produjo en el grupo la hipotética formación de un gobierno de coalición entre comunistas y democristianos que había tenido en Moro uno de sus principales artífices, hechos en los que se implicó directamente como parte de la comisión parlamentaria que trató de esclarecer los hechos. El gran mérito de Sciascia es no sólo haber reivindicado su valor sino realizar una lectura lúcida y atenta de las cartas remitidas por Moro durante su retención, depreciadas por la clase política como testimonios de un hombre enajenado y hasta “drogado”, con la manifiesta intención de utilizar ese hipotético desquicie mental como excusa para no tomar las medidas (su “canje” por una docena de miembros de las Brigadas encarcelados) que el político, consciente desde el primer momento de su papel de “chivo expiatorio” de comportamientos atribuibles a otros tantos, exige para salvar su vida. En relación con este tema, el libro alcanza sus momentos más intensos y de lucidez más incisiva: los elementos simbólicos, incluidas “pistas” para su rescate que Sciascia cree adivinar, el planteamiento del dilema moral entre la supremacía de la vida humana, que el político relaciona necesariamente con sus convicciones cristianas, o unos principios ideológicos idealistas y sobre todo el escalofriante testimonio de la evolución psíquica de Moro que, desde la serenidad inicial resultante de la certeza de que sus peticiones serán escuchadas va endureciendo el tono a medida que se agota el tiempo y crece la agonía por su inminente muerte (su “pelea” con Zaccagnini, quien negó públicamente que Moro defendiera sus tesis sobre el cambio de prisioneros antes de ser secuestrado, es el momento central de tránsito entre una actitud y otra) , cae en la visceralidad y no duda en apelar al sentimiento de culpa y la mala conciencia de los demás (llega a definir su muerte como una “ejecución de pena de muerte”, pero no de las Brigadas claro, sino del mundo político italiano). La tesis del propio Sciascia es clara desde el principio y coincide con la de Moro, desvelando la hipocresía que supone dejar morir a un hombre inocente por la necesidad de preservación de una honradez estatal que en un país como Italia ni ha existido ni existirá jamás  y hay que añadirle el mérito añadido de que, sin dejar de empatizar con Moro y reconocerle su legítimo papel de víctima (“el menos implicado”, como también reconociera Pasolini), el retrato que ofrezca de él, como del resto de aspectos de la vida pública de su país que ofrece, no sea en absoluto complaciente (no en vano mediaban entre ellos importantes diferencias ideológicas): ya al inicio, acudiendo a unas palabras de Passolini (“…los hombres de poder democristianos cambiaron de pronto su manera de expresarse y adoptaron un lenguaje completamente nuevo (y tan incomprensible como el latín, por cierto) sobre todo Aldo Moro, es decir (por una misteriosa correlación)(…) con el objeto, hasta ahora formalmente logrado, de conservar el poder) lo convierte en encarnación de esa retórica vacía y malintencionada típica de los políticos conservadores (o de todos en general) e ironiza sobre el rol mitificador (muy hipócrita, en cuanto no era sino el tributo de consolación dirigido a un hombre al que todos parecían haber decidido sacrificar) de Moro como “gran hombre de estado”. Y este espíritu crítico de Sciascia y su coraje para expresarlo y defenderlo deja otros tantos momentos de inmediata brillantez: sus críticas a la cobardía, disfrazada de elogio o reflexión humanitaria, a los grupos políticos, la Iglesia o los medios de comunicación, a las Brigadas Rojas, lúcidamente desenmascaradas como organismo  consagrado a su sensibilidad popular (no en vano, insiste en sus muchas semejanzas con la Mafia, perceptible en detalles de su vida criminal como el gusto por disparar a los pies de sus víctimas e ironiza sobre el hecho de que en un país de vocación tan decididamente caótica como Italia exista una organización capaz de actuaciones efectivas y organizadas) y a la radical ineficacia de las fuerzas policiales, agravada por la nueva falsedad de organizar comandos y operaciones mastodónticas que intentaban transmitir entre la opinión pública una preocupación por el rescate de Moro que es obvio nunca existió.  Un libro de gran exigencia y hondura (su apariencia de obra “ligera”, mera crónica periodística, desaparece nada más pasar las primeras páginas) que reúne todos los requisitos para convertirse en canónico dentro de su peculiar género de negación o fusión de géneros literarios y no literarios y sigue alimentando la expectación por conocer la obra de un autor tan prolífico como a priori sustancioso. 

GEORGES SIMENON: "Las memorias de Maigret"

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Fascinante. Que fuera capaz de fulminar todos los prejuicios, fundamentalmente estilísticos, que podría suscitar en un lector snob (just like me) la literatura de género con una obra tan intachable como La prometida del Sr. Hire ya lo convertía de entrada en un nombre de referencia… pero ni siquiera entonces le creía capaz de un alarde cervantino (y no sólo en el fondo sino en detalles aparentemente superfluos como en un título de capítulo como este: En el que se habla de la llamada verdad pura y dura y que no convence a nadie, y de las verdades “apañadas”, al parecer más verdaderas que la realidad… no me digan que no parece sacado del mismísimo Quijote) de sabiduría metaliteraria y piedad por la condición humana como el que supone esta deliciosa y tristemente breve novela. Ya jubilado, el personaje emblema de Simenon, el inspector Maigret, recuerda el día en que conoció a un imberbe y un tanto petulante escritor, de ofensiva y aplastante autoconfianza, que lo visita en su comisaría a fin de recabar espacios y documentación para sus futuras obras que, con esa humildad a la que parece que se obliga los escritores de género, designa como “semiliterarias”.  Cierta antipatía inicial se convierte directamente en estupor un tanto impotente al verse convertido ya, meses después, en personaje central de una larga saga de novelas policíacas inspiradas en los casos más relevantes de su carrera como inspector. Se pone en marcha así un fascinante juego en que Simenon y Maigret se convierten el uno al otro en materia literaria, ahondan en las costuras de la ficción y su relación problemática con la realidad (fundamentalmente en como un hecho sometido al efecto distorsionador de la literatura y su infinidad de imprecisiones acaba paradójicamente convertido en más verosímil y creíble que el propio acontecimiento real: yo le he hecho a usted más verdadero que la realidad, puede presumir Simenon delante del amigo-personaje) y en el que el ya maduro inspector, con cierto afán de revancha no disimulado (y que le reprocha incluso su esposa, fan entregada de las novelas protagonizadas por él) inicia su propio relato memorístico para revelar el detalle concreto que nos choca, incapaces de decir lo que “no” somos, lo que no reconocemos como propio. En sus memorias (por más que deje claro en todo momento que dicho título es una imposición editorial y no una elección propia), Maigret se complace en salvar las grietas que había dejado la escritura de Simenon, convirtiéndose en un personaje de tanto peso e identidad como él mismo en sus escritos más autobiográficos, sobre todo reveladores detalles de sus orígenes entre los que hay alguna historia fascinante como la de su padre, hombre caído en la desgracia por un acto de piedad (el “perdón” a un amigo, médico con problemas de alcoholismo, cuya incompetencia le había hecho hacer morir a una mujer en un parto, que le hará convertirse en culpable indirecto de la muerte de su propia esposa por ponerla en sus manos) que lo sume en la incomunicación con el mundo pero que determina de forma inconsciente la vocación profesional de Maigret, que ingresa en la policía tras conocer a un oficial con sorprendente parecido físico y psíquico al padre perdido antes de la muerte. Al margen del original y lúcido juego entre realidad y ficción, la otra gran virtud del libro (también cervantina, como ya hemos comentado) es la exposición de la compasión del autor por los seres más débiles y desfavorecidos que se aúna a una ironía corrosiva contra las clases aristocráticas y del poder: ahí está el retrato de su asistencia a las fiestas de la aristocracia más clasista y endogámica, la de los Leonard (que se complace en formar una clase elitista de hombres dedicados a la ingeniería y las obras públicas), en los que se comporta con una encantadora torpeza (la divertida escena en que el nerviosismo le lleva a comer compulsivamente galletitas de té y convertirse en objeto de burla para la toda la reunión de snobs) que acaba enamorando a su futura mujer, único ser de su entorno inteligente y libre de los prejuicios de clase, la defensa de la mayor dignidad de los “crímenes” cometidos por el pueblo, guiados siempre por instintos primarios y violentamente naturales como el afán de supervivencia o la pasión amorosa o sexual frente a la hipocresía y las turbias conspiraciones (que, por supuesto, no deben jamás publicitarse) de los de arriba o las melancólicas narraciones de sus trabajos en entornos marginales con prostitutas (pese a que estas se ríen cruelmente de él) o por hoteles persiguiendo a emigrantes sin papeles de vida absolutamente mísera. Al final, la tesis de Maigret es la de una innegable empatía con los delincuentes, que él intenta disfrazar de forma conmovedora con el supuesto afán de precisión y objetividad casi científica que rige su trabajo,  resultado de la innegable complicidad que crea compartir un espacio y una forma de vida y principalmente, de la lucidez de saber que, en el fondo, la vida de los hombres no es sino cuestión de roles repartidos de manera fortuita y abiertamente fatalista, ante los que nuestra voluntad se muestra repetidamente impotente y que rara vez admiten su redención. Y el libro termina como empezó: con una emotiva e inteligente ternura, la de Maigret reflexionando con cierta tristeza sobre su conciencia de fracaso y sus límites como escritor, siempre matizada por el humor que le lleva a aceptar las citadas imprecisiones y carencias de la escritura ( el detalle jocoso final del nombre de la botella de licor confundido) como el hecho fundamental que la convierte en fascinante y profundamente humana. 

GERARD REVE: "Las noches"

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Esta novela del neerlandés Revé, el más emblemático “enfant terrible” de las letras de su país, (protagonista de un buen número de polémicas a costa de su explícita homosexualidad, su controvertida conversión al catolicismo y su manera personal de vivirlo (famosa escena de una de sus novelas en que el protagonista tiene relaciones sexuales con Dios) y lo exaltado de sus ideas políticas, si bien detestaba el comunismo) podría colocarse junto al disco inicial de The Velvet Underground and Nico como una de las obras de debut más radicales y avasalladoras de la historia del arte moderno, si bien quizá su equivalente rockero inmediato serían los discos de Joy Division: esta es la novela que le hubiera encantado leer a Ian Curtis, en el que caso de que no hubiera llegado a hacerlo antes de acabar voluntariamente su vida con los mismos veintitrés años que tiene el “héroe” de esta narración. Narración de planteamiento simétrico (demasiado, la única pega que podría presentársele es su tendencia a la reiteración indefinida de situaciones y motivos temáticos), nos ofrece las diez últimas noches del año 1947 en la vida del prematuramente alienado oficinista Frits van Etgers. Como detalle curioso, es significativo que, estando tan próximo históricamente el final de la IIGM y siendo Holanda uno de los países contendientes y que más daños sufrió, no haya en toda la obra una alusión explícita al conflicto. O tal vez sí: la deshumanización y el aplanamiento emocional de Frits y tantos otros personajes, especialmente los de su generación de veinteañeros, es mucho más elocuente que cualquier digresión de tipo historicista y pone de manifiesto que, en cualquier caso, los auténticos destrozos de la crueldad son siempre más psíquicos, por inadvertidos e imposibles de resolver, que los materialmente reconocibles. En estos días de Navidad y llegada del nuevo año, Frits exhibe una vida que es la sublimación de la soledad y el vacío moral ( con alguna que otra estampa especialmente magistral como su asistencia a la tópica reunión de antiguos alumnos del instituto, agobiante en la evocación de cómo fracasó como estudiante por su temprana predisposición al tedio y sintomática de la inapetencia e íntima hipocresía con que afronta las relaciones humanas cotidianas): sus padres le aburren y le irritan, incluso en sus liturgias domésticas más mínimas, pese a la ausencia de una confrontación directa y su revancha perpetua es su terco afán a no darse por enterado de su infelicidad y del fracaso de la comunicación entre ambos, sólo se dirige a su hermano para recordarle las peleas de ambos en la infancia o su calvicie (Frits está obsesionado por cualquier mínimo indicio de degradación física y psíquica, especialmente este, motivo reiterado a lo largo de toda la obra, y el miedo que ocultan apenas puede salvar el cruel cinismo de sus opiniones sobre la vejez) y, pese a contar con un nutrido grupo de “amigos” la falta de lazos afectivos entre ellos asoma continuamente en unas conversaciones que acaban dirigiéndose fatalmente al absurdo o el ensañamiento en anécdotas luctuosas o desagradables. Especialmente despiadado se muestra Frits en su comportamiento con los más débiles y desnortados de todos ellos, como Maurits, asolado por sus problemas físicos (es tuerto de un ojo) y un extravío existencial que le lleva a entregarse a la delincuencia o Bep, acechada perpetuamente por la soledad y la amenaza de la enfermedad. Este hombre, que ni siquiera es capaz de entregarse al vicio con auténtica convicción (la escena de su borrachera en una fiesta junto a su amigo Jaap es tan fortuita, inexpresiva y espontáneamente vacía como las demás), por supuesto, no puede dejar de suscitar cierta compasión en sus puntuales momentos de honestidad consigo mismo, expresión de mala conciencia por su falta de empatía con los otros o desconsuelo naif que revela su complejo de Peter Pan expulsado prematuramente de la infancia (sus patéticas conversaciones con el conejo de juguete) pero, en cualquier caso, no tiene el más mínimo resquicio de salvación y, muy sabiamente, el autor cierra la obra sin acontecimiento final de ningún tipo, con una apremiante reiteración de lo mismo. Por desgracia y, pese a su abundante obra y preeminencia en la literatura centroeuropea de la segunda mitad del XX, esta novela recién salida en Acantilado es casi la única disponible en castellano en estos momentos: habrá que esperar si el mismo sello u otro (necesariamente independiente) se anima a sacar El cuarto hombre (más famosa por la película de Paul Verhoeven), El lenguaje del amor (editada por Ultramar en los años 80) o algunos de sus volúmenes de cartas. Por el momento, nombre a no perder y reivindicar.