RAFAEL AZCONA: "El pisito. Novela de amor e inquilinato"

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 Diversas razones, al margen de la preeminencia de su faceta como guionista de cine y el velo de niebla que inevitablemente un talento concreto y genial puede echar sobre otras manifestaciones de un artista versátil, permiten explicar cómo hasta día de hoy la obra narrativa de Azcona sigue siendo, si no menospreciada, al menos poco leída y estudiada entre crítica y público y se mantiene al margen de los cánones generacionales a los que, por cronología y calidad literaria, pertenece de pleno derecho (la promoción de narradores realista de la promoción de los 50, a muchos de los cuales conoció y tuvo por compañeros de trabajo y tertulia, si bien su concepto del “realismo” es sustancialmente diferente al que prima en esta generación…, mitad testimonio social, mitad cuadro costumbrista de tintes ligeramente esperpénticos en el que asoma el “codornocista” que fue,  y no digamos ya a la concepción decimonónica del género). Entre ellos, una difusión de sus novelas escasa y en un formato (las colecciones populares de novela humorística, si bien se atiene al concepto cervatino (y posteriormente “gomezserniano”) del humor “serio”, como forma de acometer desde la distancia irónica realidades inquietantes y hasta dramáticas) ideal para ganarse el ninguneo de cierta crítica snob y sus prejuicios sobre los géneros menores, la dispersión de su talento creativo y, quizá principalmente, su propia personalidad de hombre humilde, reticente a la exposición pública y las servidumbres de la fama, que le hizo incluso no dar continuidad a Estrafalario/1 (nunca hubo una segunda parte), el proyecto de edición de sus obras completas a instancias de Juan Cruz que podría haber servido para acabar de enfocar plenamente su figura antes de su fallecimiento en 2008. Esta versión de Cátedra recupera una de sus mejores novelas (otros de sus títulos parecen también de lectura obligatoria, como Los muertos no se tocan, nene o Los europeos, editadas hace unos años por separado al margen de la citada compilación) aunque no en su versión original de los años 50, con la que un perfeccionista patológico y cruelmente autocrítico como Azcona se sentía insatisfecho, sino una reelaboración posterior que considera la versión “definitiva” que se alimenta de muchos de los hallazgos de su magnífica versión cinematográfica de los años sesenta junto al director Marco Ferrari.

El pisito es una novela redonda, ya desde su opresiva ambientación, esa España sombría de la posguerra, con sus solteronas cargadas de represiones y prejuicios morales, la burocracia deshumanizada y tediosa de las oficinas, las pensiones de mala muerte, repletas de perdedores del sueño de prosperidad urbano y de pícaros y buscavidas (como el compañero de pensión del protagonista, Dimas, “medico” callista, inventor,… y en general jeta predispuesto al timo y el oportunismo), siempre al acecho del sablazo y de la oportunidad de aprovecharse del otro. Y entre este desastre consumado, Rodolfo Gómez, un “loser” de cuerpo entero, ya entrando en la cuarentena con una filosofía de la resignación y una incapacidad para ser parte activa y no mero contemplador de su propia vida que lo convierte en un anciano prematuro, hundida su autoestima entre una vida laboral asfixiante y sin perspectiva de futuro posible (hilarante su trabajo en una oficina comercial que publicita el “higalmendra”, una especie de fruto seco repulsivo que nadie en su sano juicio se atreve a consumir, sometido a la tiranía de un jefe, el grotesco señor Esparragal, que se las da de lince de los negocios  y hombre a la vanguardia de la modernidad…. como cuando intenta convertirse en vendedor de “pop corn”) y un eterno noviazgo con Petrita, mujer impulsiva y dominante, criada en un entorno social conflictivo que alienta su ya esencial mal carácter, a la que dejó de querer hace años y que incluso le impone un veto de sexualidad que podría su única posibilidad de reivindicarse como hombre libre. Entre su atonía cotidiana, ha proyectado todas sus posibilidades de redención en un plan, como poco, grotesco al que le animan unos cuantos que se divierten íntimamente con la impotencia vital que representa, como el inteligente (pero insoportablemente cínico) Honorio: casarse con la dueña del piso en el que vive, en principio la típica ancianita sentimental, encantadora y frágil, cuya única obsesión es dejar a su gato, único afecto que le ha regalado una vida de soltería y aridez sentimental, en manos de una “ buena familia” cuando falte pero que se irá revelando progresivamente posesiva y con notable talento para la manipulación cuando Petrita, una mujer profundamente interesada pese a la moralidad intachable que está obsesionada por aparentar, decida finalmente aceptar el trato tras fingir una indignación inicial… más falsa que la de una Melibea en el huerto disimulando sus furores uterinos .La novela transcurre hacia su final sin sobresaltos ni ningún giro argumental insólito: Rodolfo y la anciana se casan y, tras un tiempo en que el protagonista cree enloquecer entre la presión y la competencia celosa de sus dos “mujeres”, doña Martina muere, heredan el piso y el dinero de su cartilla en el banco para financiar su boda… y, como en tantos narradores auténticamente sabios, el dramatismo de la conclusión no está tanto en lo que se explicita como en lo que se deja entrever, una vida conyugal como una mordaza ya sin escapatoria posible, que nuestro antihéroe, indolente y pasivo pero en absoluto estúpido, sabe que es el último clavo sobre su ataúd, en cuya aceptación acaba de enterrar el poco aliento vital que podría quedarle. Lo dicho, una pequeña joya, tan reivindicable e indefinidamente vigente como sus mejores guiones de cine (incluidas sus piezas maestras berlanguianas (“Plácido”, “El verdugo”) o no (“El bosque animado”, “La lengua de las mariposas”) que hace imprescindible la recuperación de su autor para la historiografía literaria y la reescritura del “canon”… ese del que uno siempre tiene la sensación de que se elimina por sistema cuanto se atreve a ser auténtico.

VASILI GROSSMAN: "Todo fluye"

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Tras una carrera literaria y periodística caracterizada desde el principio por su decidida valentía (en principio, sus posteriores verdugos comunistas de su país lo alabaron por sus crónicas de acontecimientos históricos como la batalla de Stalingrado o su denuncia de la existencia de campos de exterminio nazi) y sobradamente conseguida la posteridad literaria con la monumental Vida y destino, aun tuvo tiempo Grossman en vida (la edición del libro fue póstuma y de inmediato prohibida en su país natal) de asestar la última bofetada contra un régimen totalitario en cuya inhumanidad dejó dramáticamente abolida cualquier posibilidad real de soñar con un mundo en justicia y regido por unos ideales liberales auténticamente sentidos. Años 30 en la recién nacida URSS: la propiedad privada y cualquier intento de iniciativa económica personal al margen de la supervisión del Estado ha quedado suprimida por la proliferación de los “koljos”  y la criminialización de los “kulaks” o propietarios, incluso los menores que practicaban poco menos que una economía de pura subsistencia, a los que se arrebata su condición de ciudadanos (y seres humanos) de pleno derecho para convertirlos en carne de presidio, circunstancia que, frente a los paradójicos ideales de justicia social en que intenta justificarse, recrudece la situación del campesinado hasta situaciones de miseria y hambre dignas de la más horrenda servidumbre feudal (de la que tanto sabía la historia de Rusia…), se impone un criterio de “pureza” étnica en todo similar a la obsesión hitleriana por la raza aria (¿hace falta recordar el compadreo que se tuvieron la Alemania nazi y la URSS durante un tiempo, antes de convertirse en rivales encarnizados a causa de las ambiciones de poder) que se expresa por medio de un sangrante antisemitismo (aterradoras las escenas en que se obliga a los médicos judíos a autoimculparse de crímenes que no han cometido para justificar su asesinato o su confinación en campos de concentración) y el ostracismo o directamente el genocidio sobre otras razas en un territorio tan extenso y complejo a nivel étnico y cultural y, sobrevolando tanta miseria moral, la presencia de un Estado castrante, un “gran hermano” totalitario que no sólo establece unos límites dogmáticos de pensamiento que asolan la libertad sino que hace cundir el miedo y la suspicacia y fuerza al individuo a convertirse en su cómplice mediante la proliferación de los “chivatazos”, guiados por el fanatismo ideológico o, tantas ocasiones, por la simple obsesión por medrar económicamente o encontrar la ocasión de vengar agravios personales contra el otro. De este último libro de Grossman no podemos decir que, en rigor, sea una novela: hay un leve hilo narrativo que dota de coherencia al conjunto y se centra en la figura de Iván Griegorievich el cual, tras más de tres décadas prisionero en campos de concentración por disidencia contra el régimen, es liberado una vez muerto Stalin para corroborar su desarraigo, la desaparición del mundo que fue suyo (conmovedora la escena de su viaje a Leningrado en busca de los amigos de la juventud, la mujer que fue su primer amor y todo tipo de vestigios que ya no son sino ruinas del ayer) y, finalmente, ceder a la inercia de seguir sobreviviendo tras aceptar un miserable empleo e incluso establecer algunos lazos afectivos con la dueña de su casa de huéspedes que quedan prematuramente rotos por la muerte de esta a causa de un cáncer. Resulta fascinante la habilidad de Grossman para relatar cómo, sin necesidad de recurrir a la agresividad (al contrario, a esa dulzura indolerente de quien sabe que ya no tiene nada que perder) ni al ejercicio de un papel de víctima más que legítimo, la simple presencia de Iván hace cundir el remordimiento y el dolor del eco de la cobardía nunca curada en personas de su entorno, tales como su primo Nikolai, que ha tenido una próspera carrera como científico a costa de la absoluta sumisión estatal (y en cuya casa la ética de Iván ya no le permite establecerse tras saberlo implicado en la mentira contra los médicos judíos) o Pineguin, uno de sus delatores con el que un azar cumplidor de cuentas querrá ponerlo en contacto en Leningrado.  Al margen de la peripecia del protagonista, se van hilvanando ciertos cuadros descriptivos y narrativos, cuya relación con el drama íntimo y el pasado de Iván posibilitan que no se rompa la coherencia en ningún momento y la obra no parezca “deslavazada”, aguafuertes crudos y expresivos sobre las hambrunas “post-colectivización” del mundo rural soviético (sencillamente desgarradora la que ofrece sobre la situación del campo en Ucrania) o sobre la inhumanidad cotidiana de los campos de concentración, similares a las que podrían leerse en una novela como “Un día en la vida de Iván Denisovich” pero enriquecidas con ese punto de simbolismo y tiento lírico que Grossman sabe filtrar de forma casi inadvertida entre el testimonio del horror (el detalle conmovedor de que sea el sonido de una música de violín, precisamente el único rasgo de belleza que le ha sido dado disfrutar en un día a día regido por la crueldad más extrema, sea el que revele a Mashenka, encarcelada por ser la esposa de un supuesto delator, la inminencia de su muerte y la necesidad de abandonar toda esperanza). Las últimas páginas del libro, antes del leve desenlace (que en realidad no es tal porque deja su destino final abierto a una angustiosa incertidumbre) de la historia del protagonista, tienen una orientación más ensayística que propiamente narrativa, con un perfil sobre Lenin en el que ataca visceralmente contra ciertas “ternezas de su espíritu” (su supuesta afición a la música, la literatura o el trato afable con amigos y familiares) que se han distorsionado y utilizado interesadamente para forjar su mitología y cierta reflexión de ironía desconsolada sobre la superioridad espiritualidad rusa (vía una supuesta asimilación más auténtica del espíritu cristiano, justificada en la ideología de autores como Tolstoi) que la convertía en la líder profética para guiar a la humanidad al definitivo estado de justicia y prosperidad universal, imposible debido a una falta de aprendizaje de la libertad tras años de sumisión feudal que no podía sino llevar a degenerar en tintes reaccionarios incluso a los sistemas nacidos en principio de una inspiración de igualitarismo humanitario. Acaban de conmocionar al lector dos detalles más antes de cerrar esta “novela” implacable: el carácter visionario de todo sabio (su augurio de que nada cambiará tras la muerte de Stalin y que la deficiente formación en libertad de su pueblo le guiará a una perpetuidad de las actitudes totalitarias…. ¿qué pensaría ahora al contemplar la Rusia conservadora, homófoba y castrante de Putin?... por suerte ya está a salvo) y la hondura de su sentido de la dignidad humana mediante la facilidad para la empatía con las debilidades de espíritu incluso cuando se manifiestan en forma de actos reprobables, como la necesidad de “comprender”, buscando en los traumas biográficos o las simples carencias coyunturales de sus mentes o sus corazones, la actitud de los delatores en el capítulo que les dedica. Lo dicho, entre deslumbramientos y ataques al corazón en poco menos de trescientas páginas de las que se desea su final y su prorrogación indefinida la vez… ahora si que ya no hay pusilanimidad que alegar para meterse de lleno algún día en el festín definitivo de Vida y destino.


JULIA CONEJO ALONSO: "Muñecas recortables"

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Leyendo este primer libro de Julia Conejo, se me iba viniendo a la mente aquellas palabras que un crítico musical (lo siento, soy incapaz de recordarlo… )acuñó para definir las canciones de Vainica Doble, sin duda uno de los logros más felices de la cultura popular de nuestro país en las últimas décadas, aquello de que eran “cuentos de hadas a los que no se les veía el ogro… pero estaba”.  Muchas serían las semejanzas que arrojaría  un cotejo entre los poemas de Julia y aquellas perlas del pop español (la esencialidad del estilo, un humor corrosivo con un punto desconsolado, la habilidad para encontrar insólitos significados vitales entre detalles de la más sencilla cotidianidad y, en general, la capacidad de sugerir una hondura sentimental y reflexiva desde una  rotunda vocación de humildad que da a sus logros un aire conmovedor  de inconsciencia) pero, sobre todo, ese “falso tono naif” ( similar al de algunos libros de Ana Merino, por buscarle algún referente  en la poesía española actual), esa apariencia de historias concebidas desde la ingenuidad entre las que acecha un zarpazo de dolor que revela inesperadamente su sentido y tras el que autor y lector se resignan simultáneamente a una lucidez que duele pero que paradójicamente es su propio consuelo .Esta cualidad está presente ya desde el primer poema, Isla de Jersey, una estampa descriptiva aparentemente inocua que, súbitamente, en unos versos finales con efecto de “electroshock”., queda fijada en lo más doloroso de la memoria sentimental, antesala de un libro perturbador en que quizá el eje temático central, y el que le otorga su lograda coherencia, sea la sensación de la autora de haber sido expulsada, por efecto del tiempo y la contradicción de un crecimiento que no  ha sido sino un desahucio de lo verdaderamente esencial,  de cualquier forma de acceso a la inocencia, llámese infancia o amor (¿no son lo mismo?...), que se nos relata con una heterogeneidad de ángulos entre los que alternan la corroboración fatalista de la derrota (impresionante el final de “Corazones de gominola”: Pero solo tropiezo con el hombre/que ya no se dedica/a la fabricación casera de collares,/sino a la destrucción de objetos cotidianos./Teléfonos,/cristales,/emociones,/promesas de futuro…) con tonos que van de una irracionalidad dramática, rotundamente expresiva, de tono alucinatorio (“En la otra orilla”, “Libros en el suelo”), impulsos de insurrección que se revelan estériles (“Revolutionary road”)  a la sentenciosidad lapidaria (“Medallas que perdimos”) y una decidida energía de resistencia (“Las tortugas también vuelan”) que se impone gracias a la certeza de haber logrado, entre la evidencia de tanta ruina, haber hecho persistir algunas “armas” de la supervivencia emocional, como una capacidad de entrega amorosa de una inconsciencia casi suicida (“Hay en mi piel un exceso de ternura”) o de dejarse sugestionar por la belleza para recrearse en lo sensorial y lo imaginativo (“Una vez viví en Sevilla”); en general, una estética de contrastes que permite la creación de estampas que acogen a la vez el horror y la convicción para desdecirlo (“El día que cumplí dieciocho años”). Inseparables de ese vértigo de vulnerabilidad que domina el libro son la capacidad de empatía con los desfavorecidos, fruto de una honestidad para reconocerse la debilidad que posibilita que se conviertan en motivos para expresar el propio conflicto íntimo (“Como los indigentes”) o algunas de las pocas certezas que se han dejado apresar entre la incertidumbre de estar vivo (“ Residencia de ancianos”) y permite cargar con toda legitimidad moral contra los que cimentan su autoestima (y con ella sus abusos de poder) en su incapacidad de reconocerse entre  los perdedores (“Héroes modernos), un tono paródico, de mordaz agresividad, contra la artificiosidad de la cultura de los “mass media” (“Ikea”, “Telenovela”), que crea paraísos artificiales y encajona a los hombres en patrones de felicidad estándar con la intencionalidad hipócrita de salvarlos, la posibilidad de “proyectarse” y convertir cada percepción del mundo en símbolo hipotético de uno mismo (“El dolor de los barcos”… tal vez la pieza más hermosa y emocionante de todo el conjunto) o la relevancia de los afectos filiales como única posibilidad de redención (el emocionado recuerdo a la madre de “Semejanzas” que permite culminar el libro manteniendo intacta su intensidad climática), especialmente los hijos, los únicos ante los que se acepta someterse a la ficción de felicidad que se ha convertido en dogma de la vida social (“Vosotros y yo”). En fin, un libro tras el que no se puede regresar  intacto….. pero al menos sí reconfortado en la certeza tanto de la infinidad de  flancos vulnerables por los que puede atacarnos el dolor y, a  su vez,  de las no menos infinitas formas de piedad para conjurarlo, es decir, poesía que se merece tal nombre.


EMILI TEIXIDOR: "Pan negro"

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 Apenas transcurridos diez años escasos desde su publicación (una de las últimas novelas de su autor, que falleció en junio del año 2012) es esta novela ya un clásico de pleno derecho, que aúna prestigio crítico y popularidad (más por la exitosa película de Villaronga filmada en 2009 que por el propio libro, claro) y, junto a Los girasoles ciegos de Alberto Méndez y los cuentos de Juan Eduardo Zúñiga queda como la más conseguida reafirmación de la posguerra española como motivo temático desde una originalidad y una exigencia estética que supera su conversión en un tópico del realismo social más plano. Y, es que, sin dejar de retratar con implacable lucidez un entorno social e histórico de tal crudeza, Pan negro  se va revelando como un relato global de iniciación al mundo y a la vida que adquiere tintes de universalidad. Su protagonista, el niño Andrés, es un hijo de “proscritos”, su padre es un obrero represaliado en la cárcel tras su implicación en la guerra (y finalmente fallecido por las condiciones inhumanas de su existencia allí antes que por la sentencia de muerte que pesaba sobre él) y su madre, obrera de una fábrica, vive consumida en la pasión amorosa que siente por su marido,  que convierte su vida en peregrinaje angustioso en busca de influencias y favores para salvarlo que obliga a que el niño tenga que quedar finalmente en casa de sus abuelos, guardeses de una finca señorial en el mundo rural catalán y secretamente comprometidos con la clandestinidad del “maqui” junto al prior de un convento de frailes cercano con que el autor retrata a la mínima parte (que existió) de la iglesia que permaneció fiel a unas inquietudes de cuño republicano y liberal que obviamente tenían mucho más que ver con el mensaje primitivo de Cristo que el viraje totalitario que tomaron los líderes de la institución. En el aprendizaje humano de Andrés junto a sus primos, especialmente junto a la Lloramicos, la otra “recogida” por caridad de la familia (sus padres huyeron a Francia tras el conflicto para salvar su vida tras su decidida implicación) alcanzan un papel esencial la naturaleza (esas escenas de los niños jugando en las ramas de los árboles….cómo no me iban a emocionar), sobra la que se alcanza una plena sabiduría al intuir ya su superioridad moral sobre el hombre y la necesidad de este de dejarse aleccionar por ella y prescindir de su complejo de ser inteligente y dominador y el sexo, temido y a la vez ansiosamente deseado mientras se le espía en las conversaciones de los adultos o los adolescentes, unido a cierta curiosidad morbosa por el cuerpo como enfermedad (la fascinación de Andrés por los jóvenes tísicos que recogen los frailes en el convento) o generador de impulsos atroces (la pederastia del maestro de la escuela, el señor Madern, en quien se retrata también ese otro drama del hombre condenado a fingir unas convicciones ajenas a sí mismo para sobrevivir en un mundo tan marcado ideológicamente como el de la educación) y que se va aprendiendo en los primeros tanteos inocentes con su prima Lloramicos, entre cuya ingenuidad parecen intuir ya el auténtico sentido del contacto carnal: el único acto en que los desarraigados pueden tal vez sentirse parte de la condición humana con pleno derecho. Junto a este aprendizaje de lo “ancestral”, asoma la podredumbre de un mundo marcado por la soberbia y la violencia física y moral que ejercen las fuerzas vivas vencedoras sobre las clases humildes (los continuos registros de la guardia civil en la finca y, especialmente, el momento de la comunión de Lloramicos, que el párroco fascista del pueblo quiere convertido en una “pasada por el aro” pública y oficial de una familia de tan plena adhesión al enemigo), incluso en actos de caridad que solo pretenden tranquilizar su conciencia y que malamente pueden disimular su carácter profundamente interesado (el afán de los terratenientes, los señores de Manubens, por acoger a Andrés tras la muerte del padre y proporcionarle unos estudios…con la manifiesta intención de presionarlo para hacerlo sacerdote y se convierta por tanto en un juguete de su obsesión por la apariencia de la virtud) el peso de una moral hipócrita que alcanza dimensiones directamente dramáticas en su opresión sobre la mujer (los casos de la tía Enriqueta, criminalizada incluso por su propia familia por aspirar a una vida sentimental en libertad y romper su compromiso matrimonial, conflicto que consigue solventar con la afirmación de su propia identidad que supone escapar de casa… algo que por desgracia no hace Felisa, la tía materna de Andrés, resignada a un matrimonio sin amor como única manera de huir del destino quizá más cruel reservado a la “solterona” en casa ajena), ambos temas implicados en un pulso entre la permanencia de una vida tradicional ligada al campo y las expectativas de libertad y progreso económico que los más jóvenes fabulan en el mundo moderno de la ciudad y la fábrica… dramáticamente frustradas por la imposición brutal de la guerra y la posterior represión. Las páginas finales alcanzan una plena intensidad emocional en el debate íntimo de Andrés entre la fidelidad a la madre y con ella a sus raíces sociales e ideológicas y la fatalidad de tener que aceptar el destino trazado por la supervisión de los gerifaltes del mundo.... no os anticipo aquí como se resuelve esta antítesis salvo que, como podréis imaginar, su dramatismo hace que tras ninguna opción consiga una redención personal sino más bien una amenaza de perturbación a perpetuidad que empaña su futuro de hombre adulto. Tanto el estilo de la novela, que aúna los mejores logros del realismo social en la espontaneidad que desprenden los diálogos y la descripción de escenas de la cotidianidad, como su superación por medio de la exigencia formal de los pasajes con más intensidad lírica o de una hondura reflexiva casi ensayística, como los personajes (la inolvidable abuela Mercedes, enérgica y conmovedora en su aspiración frustrada de instruirse y desarrollar una conciencia lúcida y comprometida sobre el mundo, el vigor “viril”, a menudo fatalmente rayano en la violencia y la crueldad, de los Quirico padre e hijo o la hosquedad, de animal mal domesticado, del “abuelo Mozo”…) resultan impecables y afianzan la talla literaria de una novela que queda como un hito referencial para la aproximación a un tema que, tratado desde este grado de rigor formal y búsqueda de la originalidad en la coherencia con la propia memoria, parece inagotable.


VIJAY PRASHAD: Las naciones oscuras: una historia del Tercer Mundo

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Valiente y necesario (amén de impecablemente documentado) este ensayo histórico del profesor indio afincado en Estados Unidos que desvela las causas del  hundimiento progresivo de la más legítima utopía que haya afrontado la humanidad en los últimos decenios: la consecución de la estabilidad económica y social y el restablecimiento de su identidad cultural para todas las naciones, en su mayoría situadas entre América del Sur, África y Asia, que fueron surgiendo del desmoronamiento progresivo de los antiguos imperios coloniales de Occidente tras la Segunda Guerra Mundial (proceso, en muchos casos, tardío además de sangriento, como ilustra el caso de los antiguos territorios portugueses, “emancipados” a golpe de fusil ya en los años setenta).  Con infinidad de ejemplos que abarcan todo tipo de entornos geográficos e históricos, la lucidez de Prashad va relatando como, tras ser planteadas en términos de idealismo triunfalista y contar en principio con la implicación de algunos de los dirigentes políticos “míticos” de los orígenes de las nuevas naciones (Nehru, Nasser, Sukarn...)la huida de la pobreza y la creación de un frente de poder común va arruinándose por infinidad de factores entre los que destacan la perpetuación del colonialismo a nivel económico, el enzarzamiento de los nuevos países en guerras de frontera que no son sino la herencia de la arbitrariedad ejercida por las antiguas naciones dirigentes (como los que mantiene la India con Pakistán y posteriormente con China en los años 60) y el establecimiento de gobiernos en las nuevas naciones que se fundamentan sobre las bases de las antiguas jerarquías occidentales (a menudo en forma de dictaduras convenientemente legitimadas por los antiguos dueños o por la ambición capitalista de Estados Unidos, como ilustran casos como los de Argelia o Chile o contribuyendo decisivamente a frustar la actuación de los pocos gobiernos que parecían auténticamente comprometidos a crear estados donde primara la igualación de los derechos sociales y el poder adquisitivo, como  el de René Barrientos en Bolivia al frente del Movimiento Nacionalista Revolucionario) y olvidan sus compromisos éticos con la población después de haberlos instrumentalizado para alzarse con el poder, amén de sugestionarles para buscar un “tercer enemigo” en el que desahogar su ira legítima tras el desencanto (para eso siempre fueron muy útiles los comunistas… sobre los que a menudo se ejerció el crimen organizado de forma sangrante, como  en los inicios de la dictadura militar de Suharto en Indonesia en los años 60, desarrollado entre la indiferencia de toda la escena internacional… incluida la URSS): es decir, las líneas maestras de la penosa historia del género humano. En su primera parte, Búsqueda, el autor hace una detallada cronología de los primeros intentos de establecer una conexión entre países alejados geográfica y culturalmente pero llamados a la empatía por su condición de territorios dominados por los grandes poderes políticos y económicos, tales como una primera Liga contra el Imperialismo celebrada en Bruselas en 1928 (… irónicamente en el país que estaba perpetrando uno de los más sangrantes genocidios imperialistas en el Congo Belga a partir de la sangrienta ambición del gobierno de Leopoldo II cuestión que, por supuesto, no pudo ponerse sobre la mesa y restó por tanto a la reunión buena parte de su hipotético alcance humanitario),  la Conferencia Afro-Asiática de Bandug (1955), que tuvo el valor de plantear cuestiones como la necesidad de un desarme a escala global en el contexto de un mundo aterrado por la reciente revelación de los horrores del armamento nuclear y la amenaza de un apocalipsis inminente…. aunque con poca legitimidad moral por la existencia de gobiernos tercermundistas que compraban efectivos militares de forma subterránea a los países pudientes, la aparición de todo tipo de movimientos cívicos y culturales que se consideraban el necesario complemento de la lucha política por la emancipación (el impulso dado al feminismo p or la Conferencia Afro Asiática de Mujeres de 1961 en El Cairo o las asociaciones de escritores e intelectuales relacionadas con el mito de la “negritud”, valioso a la hora de dar por una vez difusión a las manifestaciones artísticas de estos territorios marginados  pero quizá a la postre convertido más en una “moda” que en un esfuerzo sincero de integración o nivelación cultural) y finalmente la creación del NOAL (Movimiento de Países no Alineados, en 1961) durante un encuentro de líderes internacionales en Belgrado a menudo denominado con no poca ironía dramática “La Yalta del Tercer Mundo” (terminología de uso común a partir de los ensayos del francés Sauvy en los años cincuenta,  para designar al complejo bloque de países  que formaban una frontera indefinida en el mundo dividido entre el capitalismo occidental y yanqui y el comunismo soviético y su esfera de influencia), la más explícita reivindicación de estos países a definir su futuro y su propia identidad frente a la fatalidad de convertirse en satélites de las facciones enfrentadas durante los años de la Guerra Fría, preludio de una década en que, tras plantearse en términos pacíficos y de un idealismo poco efectivo a nivel pragmático, la cuestión tercermundista va adquiriendo tintes más revolucionarios y violentos por estímulos como el triunfo de movimientos liberales armados en países como Cuba o la intervención militar de países occidentales que tendrá su ilustración más bochornosa en la Guerra de Vietnam de finales de los sesenta, cuyo desenlace alienta la ilusión de una vulnerabilidad de los grandes estados a la que nunca se le sabría sacar auténtico partido. Especialmente revelador resulta el análisis de los condicionantes que justifican la imposibilidad de un despegue económico  al margen de la explotación de las grandes empresas internacionales que reduce la independencia de los nuevos territorios casi a un concepto retórico: pese a la nacionalización de las principales materias primas sustento de las exportaciones que debían afianzar la economía, la falta de capital monetario para convertirlas en productos vendibles (especialmente exigente en el caso del petróleo, que exige complejas infraestructuras para generar sus productos derivados) y la corrupción de los gobiernos amancebados con dólares las deja a merced de la actuación de las empresas internacionales, situación que impulsa valiosas iniciativas como la OPEP, el más valiente pulso contra la opresión de los grandes cárteres petrolíferos (sobre todo con el holding conocido como “Las Siete Hermanas”) que inspira otro sinfín de asociaciones que intentan fomentar la autonomía de los países pobres para sacar partido de sus recursos naturales. Y ya en los años 80 se acaba de dirimir la incertidumbre de los países tercermundistas entre atreverse a sobrevivir con modelos económicos y sociales alternativos a la imposición occidental (el caso de Cuba es único y, al menos en ese sentido, meritorio si obviamos las múltiples violaciones contra los derechos humanos con que sea consolidado el poder castrista, claro) o caer en la retórica maliciosa de la “globalización”…. hecho que supone finalmente el fin, nos tememos que a perpetuidad, de las aspiraciones enunciadas hace décadas: a la sucesión de sociedades progresivamente empobrecidas por la falta de libertad de mercado y el progresivo abaratamiento de las materias primeras que suministran (especialmente sangrante en casos como el de Jamaica… y a este propósito sabe el autor retratar perfectamente cuanto tuvo el movimiento “reggae” de insurrección social al margen de sus aportaciones culturales) se le sumará poco después el drama del endeudamiento , la necesidad, inútilmente paliada por iniciativas meritorias pero ineficaces como las plataformas del 0,7 %, de devolver las aportaciones de capital entregadas por el Fondo Monetario Internacional con un férreo sistema de plazos, intereses abusivos y medidas abiertamente punitivas contra su incumplimiento, que consume los ya limitados réditos de estos países y hace inoperante cualquier tipo de inversión en calidad de vida para sus habitantes, un entramado opresivo del que en principio solo parecen librarse los llamados Tigres Asiáticos (Hong Kong, Singapur, Corea del Sur, Taiwan), que viven una efímera prosperidad económica conseguida a costa de la expansión del urbanismo más irracionalmente consumista y la violación sistemática de los más elementales derechos del trabajador, que a partir de finales de los años ochenta comenzará a revelarse tan ficticia y obviamente manipulada por los intereses foráneos como la de cualquier otra parte del mundo. Y así termina el libro, con un desasosiego y una imposición de un rotundo pesimismo en cuanto a las expectativas de futuro de estas “naciones oscuras”, la única conclusión a que puede llegar un intelectual (y, en general, un ser humano) auténticamente honesto: siempre la lucidez por encima de la ingenuidad o el triunfalismo idealistas… aunque duela tanto.