XAVIER VILLAURRUTIA: "Obra poética"





Cumbre del mito literario forjado en torno a la revista Contemporáneos e incluso quizá de toda la poesía mexicana del S.XX (aquí sí que habría mucho, pero mucho que discutir… por Dios que no se me enfaden  ni mi Jaime Sabines ni mi Rosario Castellanos) , Villaurrutia es uno de esos poetas de obra desgraciadamente breve pero impecable, regida por un sentido de la exigencia y la ética artística que imponía una lenta y tortuosa maduración de los versos hasta cristalizarlos en obras impecables y con una personalidad que, como añadido anecdótico, pero que es indudable que no deja de influir en la recepción de la posteridad de su autor, presentaba todos los ingredientes idóneos para convertirlo en carne de leyenda, ya incluso en vida: una personalidad enigmática (no en vano, es esencial en él el tema de la identidad, o más bien de la carencia de la misma) sombría, antagóncia entre una “tristeza estática” y una notable capacidad de acción (la intensidad de su dedicación a las tertulias, las conferencias, la crítica literaria, el mundo del teatro y en sus últimos años también al cine que abordó no sólo como autor sino como promotor en sentido amplio), atacada una hiperestesia y una melancolía inseparables del trauma de su homosexualidad, que Villaurrutia iría poco a poco asumiendo (desde la rotunda negación en los poemas amorosos de sus primeros libros) hasta una actitud que no cabe calificar de “desafiante” pero sí de obviamente valiente para su época (gracias a la influencia de compañeros de viaje más audaces y concienciados en ese sentido, especialmente Gilberto Novo, amigo de por vida y con el que incluso compartió paso en uno de los “ghettos” gays de la ciudad de México)  hasta culminar en una muerte enigmática y prematura que cada vez más biógrafos y estudiosos de su obra atribuyen a un suicidio más que al vago “ataque al corazón” con que siempre se explicó. Villaurrutia creció como escritor en un contexto histórico y cultural convulso en que la literatura mexicana intenta sacudirse no ya los lastres de un Modernismo caído en la reiteración y el tópico (aún patente en los primeros versos del poeta recogidos en esta antología, carentes de su intensidad emocional y su originalidad pero con una factura lingüística que no puede hacer sino adivinar a un poeta grande a poca intuición literaria que se tenga) sino en la “tiranía” impuesta por superadores de esa propia estética (el caso más significativo es el del “torcedor de cuellos de cisne” Enrique González, para Villaurrutia y otros poetas del grupo  excesivamente presente como “gurú” de los nuevos rumbos por los que debía caminar la poesía mexicana moderna) y en la que los Contemporáneos, tras pasar por la tentación de convertirse en “líricos oficialistas” (Villaurrutia, a instancias del lírico más orientado a la vida pública del grupo, Torres Bodet y de figuras de generaciones anteriores como Henríquez Ureña, participó en los proyectos de regeneración  y modernización de la cultura de su país, a la búsqueda de una definición de su identidad frente a su consideración de “auxiliar” de la europea y española ,que propulsaron políticos como Vasconcelos) sufrieron todo tipo de menosprecios (incluso en España, donde sus poemarios o textos sueltos aparecidos en revistas cosecharon una fría indiferencia) por practicar una poesía supuestamente europeizante y desligada de la tradición autóctona (complejo nacionalista que, como veremos, es en Villaurrutia una rotunda mentira), “afeminada” (no comments…) y carente del compromiso social y político que se exigía desde estéticas tan dispares como los pintares muralistas encabezados por Diego Rivera o algunas incipientes vanguardias como el Estridentismo.

Entrando ya en materia lírica, la poesía de Villaurrutia se nos presenta ya casi de cuerpo entero, tras esbozos iniciales publicados en revistas escritos desde la adolescencia a los veintipocos años, en el admirable Reflejos (1926), que dedicó al poeta Enrique Díez Canedo. El poema inicial y titular, “Reflejos” y el inmediatamente posterior, “Sueño”, ya marcan el tono con su aspiración a una salvación amorosa que se revela fatalmente imposible o solo asequible por medio del sueño y un lenguaje depurado que combina lo mejor de la esencialidad juanrramoniana con toques de irracionalidad que preludian la posterior influencia del Surrealismo (su influencia vanguardista más reconocible, junto a cierta tendencia al juego léxico heredada de la orientación lúdica de muchos de estos movimientos) y cuya orientación, en contra de lo que muchas veces se ha dicho de su autor, no es exclusivamente trágica sino aplicable al deslumbramiento que sugiere la naturaleza (como atestiguan los poemas “Aire” o “Incolor”). Emocionan en el joven autor su capacidad para proyectar estados de ánimo de tristeza crónica o de delirante imaginación sobre referentes artísticos (“Soledad”, “Cuadro”) o elementos de la cotidianidad (“Puzzle”, “Fonógrafos”, “Azoteas”, “Cinematógrafos”) y de crear atmósferas, a menudo inspiradas en la vida rural de sus primeros años de vida entre la pequeña burguesía culta y acomodada que le proporcionó todo tipo de estímulos artísticos, ya sutilmente decadentes (“Pueblo”), de una tristeza traspasada de un misterio en que parece superarse dicha melancolía (“Amplificaciones” o  como una la fuga mística con la naturaleza como  agente de enajenación salvadora (“Domingo”). Igualmente reseñables son las primeras aproximaciones hacia al estética del “nocturno” que tocará techo en su siguiente libro (“Noche”) o los breves apuntes de “Suite del isomnio”, de una precisión lírica y una condensación del ingenio dignas de las mejores greguerías de Gómez de la Serna.

Y esto, que ya es mucho, parece nada ante el imbatible Nostalgia de la muerte (1946), su obra maestra y uno de los pocos libros (junto a los mejores de Neruda, Vallejo, Lorca o Juan Ramón) que se antojan tienen una vigencia indefinida en la tradición lírica hispánica y un papel referencial que parece creado a propósito para acoger el concepto de “clásico”. Su primera mitad, los memorables “Nocturnos”, culminan una tradición primero romántica y musical y luego también modernista y literaria cuya recepción profundamente original por parte del poeta consiste en la integración de los referentes más predecibles (Novalis, Baudelaire) con otros resultado de la impronta de la literatura autóctona (López Velarde, en cuya poesía cifraba Villaurrutia el camino a seguir para la superación de la estética modernista y la configuración de una poesía mexicana moderna y, más atrás en el tiempo, Sor Juana, toda ella como figura pionera en quien el autor encontraba además las afinidades dramáticas de la represión sexual y la incomprensión por parte de un entorno cultural reaccionario, pero especialmente su “Primero sueño” de mayor densidad intelectual pero de una cualidad atmósferica poco menos que gemela de los mejores poemas de Villaurrutia) que además echan por tierra las malintencionadas (deliberadamente mentirosas) tesis sobre el carácter extranjerizante de la poesía de su autor que se difundieron en su momento. Frente al citado “nocturno” romántico o modernista el de Villaurrutia, y ya desde un primer texto-manifiesto que no podía sino titularse así,  se antoja más trágico, más proclive a la perturbación a través de una densidad melancólica en la que agobian la soledad,  la imposición del terror, su clásico sentido de la desnortación existencial y la carencia de identidad y la premonición obsesiva de la muerte, frente a la tendencia a complementar la noche con matices más estimulantes en su aproximación a lo misterioso y enigmático o a lo carnal en su papel de ambientación prototípica para las relaciones eróticas. Todos los textos son impecables y al lector sólo le queda citar sus favoritos: los míos son “Nocturno en que nada se oye”, radiante en su antítesis entre el silencio y la sutil vida amortiguada (que se antoja tan angustiosa) de los sonidos acallados en la noche, “Nocturno en que habla la muerte”, quizá el más “asequible” por una aproximación al lenguaje coloquial (aunque en realidad es su estilo un coloquialismo lírica y sobriamente elaborado)  que no es muy frecuente en Villaurrutia y una de las personificaciones de la muerte más inquietantes de la literatura moderna, “Nocturno de los ángeles”, ligado a la exaltación vitalista y sexual ( locales de jazz, vida nocturna y locales de ambiente) de su  estancia en Carolina del Norte, amén de a la influencia de autores explícitamente homoeróticos como Luis Cernuda (“los marineros son las alas del amor”… imagen que encantaba al mexicano y que aparece en uno de sus dibujos que incluye esta edición… precisamente en la portada o Cocteau) pero que  se antoja igualmente inquietante en la asociación del ángel no a la redención espiritual sino a la misma ansiedad carnal impotente de cualquier hombre común (personalmente, creo que hay mucho más Alberti de “Sobre los ángeles” que Luis Cernuda aquí…), “Nocturno rosa”, inseparable en la memoria del poema de Borges a este símbolo poético universal en “Fervor de Buenos Aires”, en el que juega a desustanciarlo de sus atribuciones tópicas (inocencia, belleza, intensidad pasional) para contaminarla de la turbiedad de su mundo, “Nocturno mar”, necesaria y parangonable en altura literaria vuelta de tuerca a los poemas del mar trascendentalizado del Juan Ramón del “Diario…” (libro y autor esenciales para el mexicano) y el “Nocturno de la alcoba”, culmen de una encarnación de la muerte en la cotidianidad tan perfecta que queda abolida cualquier posibilidad de salvación. La última parte, “Nostalgias”, añade poemas escritos casi en su totalidad durante la estancia en Estados Unidos, vivencia bipolar donde se alternaron la citada intensidad vitalista y una caída en la gris cotidianidad (especialmente en la conservadora y tediosa New Haven) que icentivó su permanente predisposición a la “bilis negra” con que lo caracterizaba Octavio Paz, entre los que destacan los asociados a la nieve (“Nostalgia de la nieve”, “Cementerio en la nieve”), símbolo que le permite tanto la imposición trágica de la muerte como una sutil apertura a la esperanza a partir de la sugestión creadas por la belleza y el incentivo del enigma, o los breves apuntes, más próximos a una estética prototípciamente americana en su escenografía de “realismo sucio” (hoteles de solitarios, hospitales, salas de espera) o la aparición de problemáticas sociales y políticas (el tema del racismo) de “North Carolina Blues”.

Tras esta auténtica animalada, el último libro publicado en vida por Villaurrutia es poco más que una breve “plaquette”  de título sorprendente: Canto a la primavera y otros poemas (1948), ya admirable si lo consideramos simplemente un ejercicio formal ,un “juego” de asimilación de las influencias castellanas clásicas del lenguaje y la métrica barrocas (si a estas alturas alguien sigue defendiendo que Villaurrutia ignoraba o despreciaba la tradición es que tiene el encefalograma en estado comatoso), por la perfección de sus sonetos (algunos “canónicos” y otros con fórmulas rítimicas más peculiares), décimas, madrigales, estancias… ya presentes, aunque es difícil reparar en ello entre el deslumbramiento de tantas otras cosas, en el libro anterior (sus “nocturnos” presentan una gran heterogeneidad de planteamientos métricos y el libro se remata con una “Décima muerte”, de tono muy similar al de los textos de esta última obra). Frente a la tendencia, quizá inducida por el título y el poema que lo inspira (que no creo de los mejores de su autor, aunque sería sádico, a la vez que imposible,  plantearle algún reproche que no fuera puramente subjetivo) a considerarlo un libro de corte más optimista y vital, creo que los poemas amorosos que incluye son otra incidencia en la ansiedad depresiva de su mundo poético, un, no creo que sea correcto hablar de “reciclaje” o “adaptación” (¿de verdad que el amor no es una experiencia desasosegante incluso en sus momentos de triunfo?) del tema lírico por excelencia a las incertidumbres sobre la imposibilidad de la comunicación (inseparable del veto de silencio impuesto a la homosexualidad) , hasta el punto de fabular con la negación de su posibilidad de ser palabra(Dichoso amor el nuestro, que nada y nadie nombra;/prisionero olvidado, sin luz y sin testigo./Amor secreto que cnvierte en miel la sombra,/como la florescencia en la cárcel del higo sentencia el implacable “Madrigal sombrío”) la insatisfacción perenne y la difuminación de los perfiles de la identidad, tanto la propia como la del ser amado en un puñado de poemas memorables como “Soneto de la granada”, “Soneto de la esperanza”, “Décimas” o “Nuestro amor”.

 Aún puede el lector, después de este libro que deja un sabor ingrato de aperitivo de otro banquete que nunca llegó, consolarse con unos cuantos poemas inéditos, parte de un hipotético poemario futuro , como una manifestación de vocación poética tan encendida como angustiosa en su carácter inasible (“Poesía”), unos incisivos “Epigramas de Boston” en los que asoma una vena de sátira literaria y social (con el tema, tan íntimamente significativo, de la hipocresía sexual) que creó no practicó todo lo que debiera, un “Cuando la tarde…” que se antoja imprescindible en la elaboración climática de lo vespertino como introducción al mundo poético proyectado en la noche, nuevas incidencias en imaginerías propias sobre las obsesiones de la incomunicación (“Estatua”)algunos sonetos perfectos (“Mar”, “Soneto del temor a Dios”, insólita rendición a la necesidad de una salvación de una intensidad que parece salida de la boca del joven San Agustín anhelando el perdón) y un “Volver”… que cierta leyenda considera sus “días azules y sol de infancia”, como líneas encontradas en sus ropas de difunto… la verdad es que bien podría haber sido compuesto con vocación de epitafio. Ahí lo dejo, como la enésima muestra de lo que es capaz este genio rotundo de la poesía en nuestro idioma: Volver a una patria lejana,/volver a una patria olvidada,/oscuramente deformada,/por el destierro en esta tierra./¡Salir del aire que me encierra¡/Y anclar otra vez en la nada./La noche es mi madre y mi hermana,/la nada es mi patria lejana/la nada llena de silencio,/la nada llena de vacío,/la nada sin tiempo ni frío,/ la nada en que no pasa nada.


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