SUE KAUFMAN: "Diario de un ama de casa desquiciada"

0 comentarios



La literatura como manera de sondear las raíces de la infelicidad, de establecer una distancia de objetividad con el propio dolor que, además del beneficio colateral del consuelo, alumbre las causas del desbocamiento de la vida, sobre todo la desarrollada en condiciones aparentemente perfectas, hacia su desustanciación. A este presupuesto se aplica Tina Balser por medio de sus diarios o “informes” en una novela que más allá de las mitificaciones tópicas (Kaufman es otra de las novelistas americanas muertas prematuramente y con premio literario instituido a su memoria, con los mismos cincuenta años de Carson McCullers, y una obra desgraciadamente breve) y una filiación al ideario feminista que el contexto histórico (los social y políticamente “movidos” años sesenta) en que apareció hacen más inevitable si cabe (no hacía falta matizar, como se apresuró a hacer la crítica de la época, que Kaufman era una “versión femenina” de Richard Yates o John Cheever… baste decir que tiene sus mismas cualidades), la pone en primera línea de una gloriosa nómina de escritores americanos (el listado, además de prólijo, es evidente) que, aunque no sean brillantes desde un punto de vista técnico, se hacen memorables al aplicar una despiadada lucidez y un humorismo mordaz a la hora de señalar las contradicciones y los múltiples razones para la debacle personal en unos tiempos modernos en que la felicidad se ha convertido en una asignatura tan obligatoria como hipócritamente dada por sentada por todos. Y así, entre las páginas que Tina escribe como refugio clandestino en su cotidianidad doméstica, va pasando revista los traumas de una infancia sin afecto (una madre con problemas de ludopatía que la ignoró por completo), la mentira de la maternidad como única manera de realización personal para una mujer (de sus dos hijas, es la mayor, Sylvie, la que parece más maleducada e irritante, perfecto prototipo del niño convertido en “tirano” de sus padres), la terapia psicológica (tema sobre el que se ironiza de forma implacable durante toda la novela) como otra falacia en que con la excusa de dirigir a las personas a su definición personal se les encajona en roles estándar y se achatan sus perspectivas vitales (claro, a una chica como Tina, talentosa pero insegura, había que decirle que lo que realmente quería era ser una esposa y madre modelo y no una artista…) y, sobre todo, el peso de un matrimonio convertido en su mayor lastre vital después de que Jonathan, siempre ambicioso pero al menos cercano y afectivo, a causa de una herencia y un par de golpes de fortuna en la bolsa, se haya convertido en un snob rampante, colérico y obsesionado por aparentar en sociedad y círculos de la “intelligtensia” y la bohemia artística sin duda para desahogar su complejo de inferioridad cultural, una vida inauténtica a la que debe plegarse Tina como otra de tantas féminas que pululan en este mundo (elegante, sofisticada… y  sin cerebro alguno… para lo cual se ocupa puntualmente de ridiculizar las pocas ganas de leer o de ser creativa que hayan podido sobrevivir a su asfixia doméstica). Impactantes, a medio camino entre la ironía despiadada de los cronistas de sociedad ingleses y el más sangrante patetismo, esas escenas de “party” entre la farándula (incluida una aparatosa mascarada en la propia casa que será un rotundo fracaso), en las que Tina, incapaz de integrarse, deambula abochornada por la soledad y el desarrollo de todo tipo de patologías obsesivas (agorafobia, claustrofobia… y otras tantas inventadas por ella misma) con que expresa su perturbación, una falsedad que solo parece tener un mínimo contrapunto en el personaje de Lottie, la criada, cuya querencia, aunque sugestionada por la conciencia de inferioridad social y la adhesión ciega del pobre a la mano que le da de comer, se antoja el único punto de autenticidad de su entorno humano. Y así, entre crisis mal atajadas con ansiolíticos y somníferos, un buen día se decide a jugar a Madame Bovary (Madame “Ovary” la llamará pérfidamente en una ocasión su amante…) con George Gaylord, un snob cínico que escribe obras teatrales, prototipo perfecto de ese “intelectual” que se obligado a demostrar continuamente su teórica superioridad sobre los demás con un ejercicio constante de la ironía cruel que raya el sadismo y que somete a la protagonista a un continuo debate interior en el que se van alternando la repulsa a causa de la conciencia puntual de su propia dignidad, su avocación fatalista, como “chica frágil”, a enamorarse del típico cabrón de instituto y el pulso entre dejarse llevar por la aproximación afectiva que parece inevitable tras echar más de tres veces un polvo con la misma persona y someterse a su frialdad del “sex is just sex” que convierte a los demás en poco menos que un dildo, un consolador o cualquier juguete erótico. La obra, tras la intensidad dramática que gana con el tema del supuesto embarazo extraconyugal de Tina (que la sume en el vértigo de acabar con una rutina que la hacía infeliz pero que era tan consoladora como cualquier credo que nos libera de la responsabilidad de ser libres) acaba en uno de esos finales (que voy a tener la delicadeza de no contaros...) desoladores pero indefinidos, que crean más angustia en el lector que cualquier culminación trágica previsible (¿el suicidio, culminación predilecta del adulterio decimonónico femenino,  con el que llega a fantasear? ¿el tópico del abandono del esposo y la familia en busca de la propia identidad a lo “Casa de muñecas” de Ibsen?) .

ROSARIO CASTELLANOS: "Juegos de inteligencia"

0 comentarios




Por fin conozco a esta extraordinaria mujer de las letras hispanoamericanas que, además de con una obra poética directamente conmovedora, fascina con su perfil humano de renovada y mejorada versión de otros nombres femeninos del cono sur como Clorinda Matto de Turner: hija díscola de una familia adinerada burguesa que se reveló contra el papel estándar y plano reservado a la mujer con una honda formación intelectual (fue una celebridad como profesora universitaria, conferenciante, directora de instituciones culturales, una de las pioneras del feminismo hispanoamericano sobre todo en su obra ensayística y finalmente embajadora en Israel, donde encontró la muerte de forma prematura y absurda en un accidente doméstico) y una vena reivindicativa que le llevó a practicar la novela social y hasta a despojarse de su herencia y sus tierras para devolvérselas a sus legítimos dueños indígenas, amén de superviviente de todo tipo de naufragios personales (un matrimonio de desamor y anulación que, a diferencia del de Ajmátova, al menos no consiguió vaciarla como poeta sino todo lo contrario o la muerte del hermano varón y predilecto de sus padres que le llevó incluso al sentimiento de culpa por haberle sobrevivido). Quien no fuera capaz de emocionarse (básicamente porque tenga corazón de perro) con el contenido de una poesía “desgarrada”, “impúdica”, como la califica acertadamente Amalia Bautista (la única pega que se le puede plantear a esta antología de Renacimiento prologada y seleccionada por ella es quizá el título, extraído de uno de sus poemas: “juegos de inteligencia” quizá no es la expresión más apropiada para sintetizar a una poeta que, sin negar las virtudes de su intelecto, está claro que se hizo grande más por razones de vísceras que de cerebro) tendría necesariamente que rendirse a su lenguaje, expresivo, rotundo, lleno de una impetuosidad lírica que puntualmente no puede sino resultar excesiva pero de una enorme calidad y, además, con la capacidad de renovarse y hacerse progresivamente novedosa y original desarrollando nuevos tonos y registros apuntados de forma más embrionaria en sus primeros libros. El juvenil Apuntes para una declaración de fé (1948) sorprende ya por su  impresionante texto titular, extenso poema en el que expresa la nostalgia por un estado primitivo y natural de la existencia que, tras el simbólico pecado edénico, se convierte en degradación y angustia vital (impresionantes los versos dedicados al suicidio) fácilmente conectable con la inanidad de la vida moderna y las atrocidades de cuño social y político hasta una inesperada restauración de lo paradisíaco original al que se llega por la fascinación de la naturaleza de la selva que como nacida en Chiapas conocía tan bien. Trayectoria del polvo (1948) conduce su consumada intensidad verbal tanta a la desesperación como a tonos más eufóricos (el poema sobre la adolescencia) y en De la vigilia estéril (1950) podemos encontrar esa habilidad para el rotundo y desolador epitafio existencial (Origen será el primero de tantos posteriores como Retorno) o para una melancolía amorosa más tenue (Distancia del amigo). Dentro de lo poco que deja entrever una antología tan escasa como la presente, su producción de los años 50 (libros como El rescate del mundo o Poemas 1953-1955) resulta un tanto apagada, pero a partir de Al pie de la letra (1959) recobra su mejor tono en poemas de cierto aliento metafísico: Diálogo del sabio y su discípulo, que previene sobre los peligros del “yo” (al contrario de lo que parece transmitir en Piedra, donde la mirada individual se convierte en elemento redentor) para cantar el encuentro con los demás pese una conversión del mismo en sufrimiento que se corrobora en El otro. En Lívida luz (1960) manda el desgarro narrado con la citada concisión epigramática (El día inútil) o una entrega desconsolada a la imposibilidad de amar (El despojo, el impresionante Jornada de la soltera) que aspira a desdecirse con rabia en poemas como Presencia. Materia memorable (1969),se puede considerar en buena medida un libro de transición hacia una renovación de su lírica que no era necesaria puesto que no daba síntomas de agotamiento pero que no deja de antojarse valiosa y sugestiva: poemas sorprendentes inspirados en elementos de la cotidianidad (Sobremesa, Nota roja o El recital, que funde la ironía sobre el mundo poético con versos más perturbadores sobre la incapacidad de comunicarse a causa de la alienación) abren el camino a lo que confirma En la tierra de en medio (1969): un acercamiento de la palabra a registros más coloquiales, a un prosaísmo sabio y elaborado y un dominio de la ironía y el sentido del humor que, por no prescindir de la calidad formal anteriormente mostrada, la pone a la altura de los mejores logros de la generación prodigiosa de Sabines, Pacheco o Lizalde. Junto a algunas de las mejores muescas de su drama amoroso (Elegía, Desamor), Autorretrato, por inteligencia incisiva y talento para la desmitificación personal pasa a formar parte de los mejores logros de este peculiar género (o subgénero, si así quiere) poético y aún tiene tiempo de “escandalizar” a las mentes pacatas desvirtuando los tópicos de la maternidad como consumación femenina (Se habla de Gabriel, que bien podría ser el “anti-poema” dedicado al hijo) o los tópicos de una educación basada en una mitificación del orden y racionalidad que desbaratan los traumas íntimos (Economía doméstica) o una bondad mal entendida que crea remordimiento por degenerar en falta de identidad propia y coraje para enfrentarse a la injusticia que no puede sino devenir en un estoicismo derrotado como única salida (los buenos no son inquisitivos… nos recuerda en el extraordinario Lecciones de cosas), amén de desengañarse del poder redentor de la escritura (Entrevista de prensa) porque la palabra tiene una virtud:/si es exacta es letal/como lo es un guante envenenado. Una senda similar, en tono y logros, siguen los últimos poemas de la autora, integrantes no ya de títulos individuales sino de compilaciones como Poesía no eres tú (1972) en textos como Mutilaciones,  Pasaporte (otro logro pleno de su capacidad para la autoironía) Meditación en el umbral, deliciosa reflexión sobre la necesidad de realizarse al margen de las actitudes marcadas por los grandes referentes, ficticios o reales, de la literatura femenina o Kinsey report que alude al potencial transgresor de las encuestas del famoso experto en sexualidad aportando brutales testimonios de mujeres tan dispares como adolescentes idealistas, lesbianas, casadas insatisfechas o solteras entregadas al desenfreno o el encierro virginal. En fin, de cabeza al Olimpo de mis diosas poéticas, bien cerquita de Emily Dickinson o Wislawa Szymborska (con la que la unen tantas cosas, especialmente en sus últimos poemas) y en marcha una recogida de firmas acuciante para exigir unas obras completas, otra de las renuncias que nos ha impuesto el enanismo cultural patrio.

XAVIER VILLAURRUTIA: "Obra poética"

0 comentarios




Cumbre del mito literario forjado en torno a la revista Contemporáneos e incluso quizá de toda la poesía mexicana del S.XX (aquí sí que habría mucho, pero mucho que discutir… por Dios que no se me enfaden  ni mi Jaime Sabines ni mi Rosario Castellanos) , Villaurrutia es uno de esos poetas de obra desgraciadamente breve pero impecable, regida por un sentido de la exigencia y la ética artística que imponía una lenta y tortuosa maduración de los versos hasta cristalizarlos en obras impecables y con una personalidad que, como añadido anecdótico, pero que es indudable que no deja de influir en la recepción de la posteridad de su autor, presentaba todos los ingredientes idóneos para convertirlo en carne de leyenda, ya incluso en vida: una personalidad enigmática (no en vano, es esencial en él el tema de la identidad, o más bien de la carencia de la misma) sombría, antagóncia entre una “tristeza estática” y una notable capacidad de acción (la intensidad de su dedicación a las tertulias, las conferencias, la crítica literaria, el mundo del teatro y en sus últimos años también al cine que abordó no sólo como autor sino como promotor en sentido amplio), atacada una hiperestesia y una melancolía inseparables del trauma de su homosexualidad, que Villaurrutia iría poco a poco asumiendo (desde la rotunda negación en los poemas amorosos de sus primeros libros) hasta una actitud que no cabe calificar de “desafiante” pero sí de obviamente valiente para su época (gracias a la influencia de compañeros de viaje más audaces y concienciados en ese sentido, especialmente Gilberto Novo, amigo de por vida y con el que incluso compartió paso en uno de los “ghettos” gays de la ciudad de México)  hasta culminar en una muerte enigmática y prematura que cada vez más biógrafos y estudiosos de su obra atribuyen a un suicidio más que al vago “ataque al corazón” con que siempre se explicó. Villaurrutia creció como escritor en un contexto histórico y cultural convulso en que la literatura mexicana intenta sacudirse no ya los lastres de un Modernismo caído en la reiteración y el tópico (aún patente en los primeros versos del poeta recogidos en esta antología, carentes de su intensidad emocional y su originalidad pero con una factura lingüística que no puede hacer sino adivinar a un poeta grande a poca intuición literaria que se tenga) sino en la “tiranía” impuesta por superadores de esa propia estética (el caso más significativo es el del “torcedor de cuellos de cisne” Enrique González, para Villaurrutia y otros poetas del grupo  excesivamente presente como “gurú” de los nuevos rumbos por los que debía caminar la poesía mexicana moderna) y en la que los Contemporáneos, tras pasar por la tentación de convertirse en “líricos oficialistas” (Villaurrutia, a instancias del lírico más orientado a la vida pública del grupo, Torres Bodet y de figuras de generaciones anteriores como Henríquez Ureña, participó en los proyectos de regeneración  y modernización de la cultura de su país, a la búsqueda de una definición de su identidad frente a su consideración de “auxiliar” de la europea y española ,que propulsaron políticos como Vasconcelos) sufrieron todo tipo de menosprecios (incluso en España, donde sus poemarios o textos sueltos aparecidos en revistas cosecharon una fría indiferencia) por practicar una poesía supuestamente europeizante y desligada de la tradición autóctona (complejo nacionalista que, como veremos, es en Villaurrutia una rotunda mentira), “afeminada” (no comments…) y carente del compromiso social y político que se exigía desde estéticas tan dispares como los pintares muralistas encabezados por Diego Rivera o algunas incipientes vanguardias como el Estridentismo.

Entrando ya en materia lírica, la poesía de Villaurrutia se nos presenta ya casi de cuerpo entero, tras esbozos iniciales publicados en revistas escritos desde la adolescencia a los veintipocos años, en el admirable Reflejos (1926), que dedicó al poeta Enrique Díez Canedo. El poema inicial y titular, “Reflejos” y el inmediatamente posterior, “Sueño”, ya marcan el tono con su aspiración a una salvación amorosa que se revela fatalmente imposible o solo asequible por medio del sueño y un lenguaje depurado que combina lo mejor de la esencialidad juanrramoniana con toques de irracionalidad que preludian la posterior influencia del Surrealismo (su influencia vanguardista más reconocible, junto a cierta tendencia al juego léxico heredada de la orientación lúdica de muchos de estos movimientos) y cuya orientación, en contra de lo que muchas veces se ha dicho de su autor, no es exclusivamente trágica sino aplicable al deslumbramiento que sugiere la naturaleza (como atestiguan los poemas “Aire” o “Incolor”). Emocionan en el joven autor su capacidad para proyectar estados de ánimo de tristeza crónica o de delirante imaginación sobre referentes artísticos (“Soledad”, “Cuadro”) o elementos de la cotidianidad (“Puzzle”, “Fonógrafos”, “Azoteas”, “Cinematógrafos”) y de crear atmósferas, a menudo inspiradas en la vida rural de sus primeros años de vida entre la pequeña burguesía culta y acomodada que le proporcionó todo tipo de estímulos artísticos, ya sutilmente decadentes (“Pueblo”), de una tristeza traspasada de un misterio en que parece superarse dicha melancolía (“Amplificaciones” o  como una la fuga mística con la naturaleza como  agente de enajenación salvadora (“Domingo”). Igualmente reseñables son las primeras aproximaciones hacia al estética del “nocturno” que tocará techo en su siguiente libro (“Noche”) o los breves apuntes de “Suite del isomnio”, de una precisión lírica y una condensación del ingenio dignas de las mejores greguerías de Gómez de la Serna.

Y esto, que ya es mucho, parece nada ante el imbatible Nostalgia de la muerte (1946), su obra maestra y uno de los pocos libros (junto a los mejores de Neruda, Vallejo, Lorca o Juan Ramón) que se antojan tienen una vigencia indefinida en la tradición lírica hispánica y un papel referencial que parece creado a propósito para acoger el concepto de “clásico”. Su primera mitad, los memorables “Nocturnos”, culminan una tradición primero romántica y musical y luego también modernista y literaria cuya recepción profundamente original por parte del poeta consiste en la integración de los referentes más predecibles (Novalis, Baudelaire) con otros resultado de la impronta de la literatura autóctona (López Velarde, en cuya poesía cifraba Villaurrutia el camino a seguir para la superación de la estética modernista y la configuración de una poesía mexicana moderna y, más atrás en el tiempo, Sor Juana, toda ella como figura pionera en quien el autor encontraba además las afinidades dramáticas de la represión sexual y la incomprensión por parte de un entorno cultural reaccionario, pero especialmente su “Primero sueño” de mayor densidad intelectual pero de una cualidad atmósferica poco menos que gemela de los mejores poemas de Villaurrutia) que además echan por tierra las malintencionadas (deliberadamente mentirosas) tesis sobre el carácter extranjerizante de la poesía de su autor que se difundieron en su momento. Frente al citado “nocturno” romántico o modernista el de Villaurrutia, y ya desde un primer texto-manifiesto que no podía sino titularse así,  se antoja más trágico, más proclive a la perturbación a través de una densidad melancólica en la que agobian la soledad,  la imposición del terror, su clásico sentido de la desnortación existencial y la carencia de identidad y la premonición obsesiva de la muerte, frente a la tendencia a complementar la noche con matices más estimulantes en su aproximación a lo misterioso y enigmático o a lo carnal en su papel de ambientación prototípica para las relaciones eróticas. Todos los textos son impecables y al lector sólo le queda citar sus favoritos: los míos son “Nocturno en que nada se oye”, radiante en su antítesis entre el silencio y la sutil vida amortiguada (que se antoja tan angustiosa) de los sonidos acallados en la noche, “Nocturno en que habla la muerte”, quizá el más “asequible” por una aproximación al lenguaje coloquial (aunque en realidad es su estilo un coloquialismo lírica y sobriamente elaborado)  que no es muy frecuente en Villaurrutia y una de las personificaciones de la muerte más inquietantes de la literatura moderna, “Nocturno de los ángeles”, ligado a la exaltación vitalista y sexual ( locales de jazz, vida nocturna y locales de ambiente) de su  estancia en Carolina del Norte, amén de a la influencia de autores explícitamente homoeróticos como Luis Cernuda (“los marineros son las alas del amor”… imagen que encantaba al mexicano y que aparece en uno de sus dibujos que incluye esta edición… precisamente en la portada o Cocteau) pero que  se antoja igualmente inquietante en la asociación del ángel no a la redención espiritual sino a la misma ansiedad carnal impotente de cualquier hombre común (personalmente, creo que hay mucho más Alberti de “Sobre los ángeles” que Luis Cernuda aquí…), “Nocturno rosa”, inseparable en la memoria del poema de Borges a este símbolo poético universal en “Fervor de Buenos Aires”, en el que juega a desustanciarlo de sus atribuciones tópicas (inocencia, belleza, intensidad pasional) para contaminarla de la turbiedad de su mundo, “Nocturno mar”, necesaria y parangonable en altura literaria vuelta de tuerca a los poemas del mar trascendentalizado del Juan Ramón del “Diario…” (libro y autor esenciales para el mexicano) y el “Nocturno de la alcoba”, culmen de una encarnación de la muerte en la cotidianidad tan perfecta que queda abolida cualquier posibilidad de salvación. La última parte, “Nostalgias”, añade poemas escritos casi en su totalidad durante la estancia en Estados Unidos, vivencia bipolar donde se alternaron la citada intensidad vitalista y una caída en la gris cotidianidad (especialmente en la conservadora y tediosa New Haven) que icentivó su permanente predisposición a la “bilis negra” con que lo caracterizaba Octavio Paz, entre los que destacan los asociados a la nieve (“Nostalgia de la nieve”, “Cementerio en la nieve”), símbolo que le permite tanto la imposición trágica de la muerte como una sutil apertura a la esperanza a partir de la sugestión creadas por la belleza y el incentivo del enigma, o los breves apuntes, más próximos a una estética prototípciamente americana en su escenografía de “realismo sucio” (hoteles de solitarios, hospitales, salas de espera) o la aparición de problemáticas sociales y políticas (el tema del racismo) de “North Carolina Blues”.

Tras esta auténtica animalada, el último libro publicado en vida por Villaurrutia es poco más que una breve “plaquette”  de título sorprendente: Canto a la primavera y otros poemas (1948), ya admirable si lo consideramos simplemente un ejercicio formal ,un “juego” de asimilación de las influencias castellanas clásicas del lenguaje y la métrica barrocas (si a estas alturas alguien sigue defendiendo que Villaurrutia ignoraba o despreciaba la tradición es que tiene el encefalograma en estado comatoso), por la perfección de sus sonetos (algunos “canónicos” y otros con fórmulas rítimicas más peculiares), décimas, madrigales, estancias… ya presentes, aunque es difícil reparar en ello entre el deslumbramiento de tantas otras cosas, en el libro anterior (sus “nocturnos” presentan una gran heterogeneidad de planteamientos métricos y el libro se remata con una “Décima muerte”, de tono muy similar al de los textos de esta última obra). Frente a la tendencia, quizá inducida por el título y el poema que lo inspira (que no creo de los mejores de su autor, aunque sería sádico, a la vez que imposible,  plantearle algún reproche que no fuera puramente subjetivo) a considerarlo un libro de corte más optimista y vital, creo que los poemas amorosos que incluye son otra incidencia en la ansiedad depresiva de su mundo poético, un, no creo que sea correcto hablar de “reciclaje” o “adaptación” (¿de verdad que el amor no es una experiencia desasosegante incluso en sus momentos de triunfo?) del tema lírico por excelencia a las incertidumbres sobre la imposibilidad de la comunicación (inseparable del veto de silencio impuesto a la homosexualidad) , hasta el punto de fabular con la negación de su posibilidad de ser palabra(Dichoso amor el nuestro, que nada y nadie nombra;/prisionero olvidado, sin luz y sin testigo./Amor secreto que cnvierte en miel la sombra,/como la florescencia en la cárcel del higo sentencia el implacable “Madrigal sombrío”) la insatisfacción perenne y la difuminación de los perfiles de la identidad, tanto la propia como la del ser amado en un puñado de poemas memorables como “Soneto de la granada”, “Soneto de la esperanza”, “Décimas” o “Nuestro amor”.

 Aún puede el lector, después de este libro que deja un sabor ingrato de aperitivo de otro banquete que nunca llegó, consolarse con unos cuantos poemas inéditos, parte de un hipotético poemario futuro , como una manifestación de vocación poética tan encendida como angustiosa en su carácter inasible (“Poesía”), unos incisivos “Epigramas de Boston” en los que asoma una vena de sátira literaria y social (con el tema, tan íntimamente significativo, de la hipocresía sexual) que creó no practicó todo lo que debiera, un “Cuando la tarde…” que se antoja imprescindible en la elaboración climática de lo vespertino como introducción al mundo poético proyectado en la noche, nuevas incidencias en imaginerías propias sobre las obsesiones de la incomunicación (“Estatua”)algunos sonetos perfectos (“Mar”, “Soneto del temor a Dios”, insólita rendición a la necesidad de una salvación de una intensidad que parece salida de la boca del joven San Agustín anhelando el perdón) y un “Volver”… que cierta leyenda considera sus “días azules y sol de infancia”, como líneas encontradas en sus ropas de difunto… la verdad es que bien podría haber sido compuesto con vocación de epitafio. Ahí lo dejo, como la enésima muestra de lo que es capaz este genio rotundo de la poesía en nuestro idioma: Volver a una patria lejana,/volver a una patria olvidada,/oscuramente deformada,/por el destierro en esta tierra./¡Salir del aire que me encierra¡/Y anclar otra vez en la nada./La noche es mi madre y mi hermana,/la nada es mi patria lejana/la nada llena de silencio,/la nada llena de vacío,/la nada sin tiempo ni frío,/ la nada en que no pasa nada.