ELIZABETH BOWEN: "La muerte del corazón"

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Acierta Impedimenta de pleno (además de en la publicación y el rescate de esta autora para la lengua castellana, otro hito de un catálogo que hace mucho tiempo que se ganó el nombre de mítico) en la caracterización del estilo de la novelista inglesa Elizabeth Bowen como un puente de comunicación entre Virginia Woolf y Muriel Spark (se cita también a Iris Murdoch, pero al no haberla leído me ahorro el correspondiente cotejo):su estilo, aunque limpio y con el don de la esencialidad, resulta denso, predispuesto a la digresión ensayística (una vena que está sembrada de logros), equidistante entre el hermetismo experimental de la de Bloomsbury y el frecuente coloquialismo humorístico e irónico de la otra. Pero no hay lugar para el humor en una novela como esta: La muerte del corazón (reconocida por la revista Times entre las cien mejores novelas del siglo) abruma con un catálogo de personajes derruidos por la soledad (especialmente conmovedor el caso del coronel Brutt, de vuelta de la guerra sin futuro sentimental, ni laboral, ni lugar alguno en el mundo, buscando asideros en el recuerdo de la felicidad de los demás (la antigua relación de Anna con su mejor amigo, desaparecido sin dejar rastro) o en la protección melancólica y no sabemos hasta qué punto inocente que ejerce sobre Portia mediante los puzzles que le envía)o, peor incluso, por los efectos de una virtud que se desustancia al ejercerse por encima de la piedad: como la que ejerce la señora Queyne que, en cumplimiento de los preceptos de la más rígida moralidad e insensible a la debilidad y el perdón (“Ella no quería hacer el bien; quería hacer lo correcto”, sentencia Matchett, la criada, con su extraordinaria lucidez, que la convierte en  el único soporte de la protagonista ante la tibieza del afecto de su propio hermano), expulsa a su marido de casa y le hace casarse con la mujer a la que había dejado embarazada, y posteriormente sufre Portia, la hija de ese pecado, que, sola en el mundo tras la muerte de sus padres, es conducida a casa de Thomas, su hermanastro, donde languidece por efecto del cariño  convencional y frío ejercido por Anna, la esnob de clase alta con la que ha contraído matrimonio, que la somete a una rutina castrante (la formación de la “señorita inglesa” que con tan despiadada inteligencia sabía denunciar la citada Muriel Spark) y está siempre en busca de pretextos para justificar su desafecto como una supuesta correspondencia del de la otra (sobre todo cuando su nula inteligencia le impida entender los diarios de Portia y tomarse su tristeza como un agravio personal), una esterilidad emocional que la aboca a enamorarse de Eddie, joven cuyo perfil psicológico se antoja similar al de un Truman Capote sin talento, reducido a las miserias de su carácter ( de orígenes humildes, visceral e impulsivo, convertido en juguete para la diversión de aristócratas y burgueses frívolos a los que íntimamente odia (y sobre los que ha escrito una venenosa sátira en forma de novela, como hizo el propio Capote en aquel texto que labró su desgracia y que nunca llegamos a leer) y de una desorientación vital absoluta) que, pese a confesarse enamorado, rendido por la juventud y la inocencia de Portia, mantiene una relación llena de ambigüedades y equívocos con su cuñada, de una protección más guiada por la vanidad que el afecto y entreverada de desprecio, cuya auténtica naturaleza nunca se nos acaba de revelar aunque sí se sugiere de forma lo bastante sutil como para que siga resultando indefinida. Desde este planteamiento ya perturbador, la novela se va convirtiendo en una fábula atroz sobre la destrucción de la inocencia, en la que juega un papel decisivo el desengaño sobre la falacia que supone la palabra (decisiva en el proyecto de redención personal de Portia, por medio de sus diarios, que se convierten en punto esencial de su derrota final cuando el fatuo (pero a ratos también honesto y lúcido, como demuestra la reflexión que transcribo a continuación) Saint Quentin, novelista amigo de Anna, le confiese que esta los espía y lee a escondidas)  como depositaria de las emociones y la memoria (“ Lo que escribo en ellos nunca ha ocurrido. Podría haber ocurrido, es cierto, pero en verdad no sucedió. Y, aunque lo que se siente en ellos es plausible (y es, en el fondo, mucho más plausible de lo que imagina la gente), también bastante improbable. Por lo tanto, es un juego al que yo me consagro. Y nunca escribiría acerca de algo que ha sucedido de verdad. Nuestra naturaleza es olvidar, y uno debe cumplirla. La memoria es bastante insoportable, pero, así y todo, desecha bastantes cosas. Nos defraudaría si no fuera, en cierta medida, una farsa: recordamos para hacer con ello lo que queremos. En serio, Portia, debes creerme: si no nos permitiéramos unas pocas mentiras, no sé  cómo soportaríamos el pasado) y que tiene un paso decisivo en la estancia veraniega de Portia en casa de la señora Heccomb, antigua aya de Anna que la acoge durante el tiempo en que ella y Thomas tengan que ausentarse por un viaje en el que intentan reflotar su ya maltrecha intimidad, donde choca de nuevo con la aridez emocional que representan sus hijos, Daphne y Dickie y va asistiendo al hundimiento del idealismo amoroso al que había fiado su salvación en los cínicos coqueteos eróticos que entabla Eddie con la joven y culmina en  el clímax de desolación de las páginas finales en las que Portia, ya en el extremo de su vulnerabilidad y completamente desencantada, huye de casa en busca de la protección del coronel, al que llega a proponer le uno de esos matrimonios concertados para compartir la indefensión y no la vida, estado en que ni siquiera logra conmover a su única familia, como revela el hecho de que Thomas y Anna no vayan a buscarla en persona, sino que envíen a Matchett para preservar su ridículo orgullo y su derecho a sentirse ofendidos; uno de los finales más angustiosamente abiertos que nunca haya leído en una novela, de esos que abruman con el acecho de una perpetuidad del dolor del protagonista que no es sino la manifestación de la propia condición perenne del nuestro. 

JAIME DE ARMIÑÁN: "La señorita/Mi querida señorita/El nido

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Mi deuda pendiente con Jaime de Armiñán, uno de los nombres más versátiles de la difícil cultura española de la posguerra (dramaturgo, novelista, cineasta, articulista… y aún en activo, si bien al parecer no en su mejor forma, a pesar de la ya provecta edad) iba mucho más allá de lo literario o lo cinematográfico para entrar ya en el campo de los frikismos y las gratitudes personales: ya sabemos, cuñado de Carmen Santonja… y promotor de las Vainica Doble en una época, en realidad cualquier época, en que eran todavía contempladas como “rara avis” dentro de un panorama artístico con mira estrecha para las propuestas críticas y verdaderamente innovadoras. Tras La señorita, impecable pieza breve en la que apenas un par de escenas de diálogo sencillas bastan para desnudar con virulencia ese tipo de falsa caridad aristocrática que no busca sino el alimento de la vanidad propia, nos espera otra señorita, la Amparo- Juan de Mi querida señorita que López Vázquez bordó en escena,  que no podemos sino calificar de mítica, que traspasó nuestras fronteras y fascinó a George Cukor o Billy Wilder y queda como una de las apuestas más valientes de toda la literatura de posguerra, con la aportación del talento y la valentía crítica de un tal Rafael Azcona. Sólo el edulcorado final (que no resulta apropiado por feliz sino por inverosímil) empaña una pieza que conmueve en su retrato de los desequilibrios anímicos ocasionados por la represión (la homosexualidad de Adela, sumada a los celos,  la lleva a forjar una personalidad castrante y malhumorada que determina que su enamorada, la joven criada Isabelita, tenga que abandonar su casa)y directamente perturba en su lucidez para mostrar como una religión y una ciencia médica que  de puro atrasado recala en la superstición de la anterior se confabulan para crear en la protagonista una crisis de identidad sexual en plena madurez cuyo alcance dramático se sugiere en detalles, tan paradójicos como dolorosos,  como el de que Adela (ahora transmutada en Juan) tenga que recurrir a roles de su ser femenino para asegurarse su supervivencia (coser vestidos a máquina ante la imposibilidad de encontrar salidas laborales “masculinas”) antes de ser expulsado de la pensión en que vive por los prejuicios de rancia moral sexual… e iniciar un camino de descubrimiento personal y lucha por sus convicciones sentimentales tras reencontrarse de forma fortuita con Isabel, camarera de un local madrileño, que, como hemos comentado, culmina quizá de manera demasiado idílica. Si no como película (aunque el film protagonizado por Ana Torrent y Héctor Alterio tiene sus defensores y supuso la segunda nominación al Óscar de su director, aunque con una repercusión menor en el Hollywood estelar), al menos como literatura, El nido compite y en mi opinión supera a la anterior. No creo que haya “peros” posibles: los personajes están perfectamente trazados, tanto  ese Don Alejandro conducido a una pederastia que se ha fundamentado tan bien en su soledad y la evidencia de su vacío existencial que deja al lector sin posibilidad de juicio moral, como la joven Goyita, síntesis de inocencia y perversión que la podría convertir en heroína de la mejor literatura erótica de un Vargas Llosa, manipuladora y verdugo de la relación desde su aparente posición de fragilidad pero que no es sino otra luchadora por la supervivencia con recursos totalmente autónomos (el amor, la fascinación por la naturaleza, pasión que determina la escala final de la atrocidad hasta el asesinato) dentro de los límites de una sociedad castrante que tiene en la vida de cuartel una de sus mejores metáforas posibles; e incluso los secundarios como la maestra, Concha, entregada al afán de protección para huir de su desolación íntima o el sacerdote Eladio, en cuya relación con el protagonista clava el autor una de esas relaciones de afecto fundadas en una distancia irónica permanente. Sin renunciar a ciertas concesiones sentimentales (la escena final de Goyita ya adulta, a la par arrepentida y orgullosa de esa relación enfermiza, ante la tumba del protagonista), la conclusión aquí sí resulta acertada y perfectamente coherente en su “in crescendo” de delirio en que Alejandro pasa de la destrucción de todos los rastros de su pasado sentimental (el ataque a la memoria de la mujer de la que enviudó, obsesión de la niña desde el comienzo) al intento de asesinato de uno de los sargentos de la casa cuartel al que odia Goyita en una escena de impecable sainete tragicómico (la escena risible del intento de asesinato con las balas de fogueo frente al escalofrío de la muerte real de Alejandro). Para otra ocasión (y la habrá, seguro) queda la obra, primer éxito teatral de un todavía muy joven Armiñán, que se incluye en esta edición de Cátedra, hecha con mimo y generosa documentación por Catalina Buezo (y que tiene el mérito añadido de la reivindicación del guión cinematográfico como género literario de pleno derecho), Eva sin manzana. En fin, otro lastre menos en la conciencia que celebraría si no me quedaran tantas agravios y, me temo, tan poca vida (aunque el tiempo fuera generoso conmigo) para deshacerlos.