JANNE TELLER: "Nada"

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Por las vías simultáneas de su calidad literaria, el impacto emocional  que produce su historia (una de las más brutales que cualquiera podría recordar en toda su vida como lector) y el hipócrita escándalo que suscitó (prohibiciones y censuras en países que presumen de liberales como Dinamarca, tierra de la autora, Francia o Noruega), es este libro uno de los mayores best-sellers de la literatura europea de principios de siglo. Se inicia este “cuento” (la propia  Teller le da esta denominación, que pese a las apariencias creo que es bastante exacta) tremebundo como un guiño a un planteamiento argumental tratado por clásicos de la narrativa moderna como Capote, Welty o Calvino: el personaje que, hastiado definitivamente con la realidad que le rodea, decide aislarse de los demás y convertirse en profeta de la disidencia. Desde el ciruelo en el que se ha establecido, el adolescente Pierre Anthon lanza las proclamas de su filosofía de nihilismo e inacción recientemente descubierta ante unos compañeros de generación que, sabedores ya de que sus actos los guía la lucidez y no la enajenación, intentan devolverlo al redil para no ver vencidas sus incipientes certezas sin renunciar en principio ni la violencia (la escena inicial de la lapidación). Cuando la acción de la fuerza se revela inútil, inician un peculiar proyecto de intentar desmontar su pesimismo haciendo acopio de sus objetos más preciados e íntimamente significativos para convertirlos en un aval del sentido de la vida que se se convierte en la radiografía más explícita de la condición humana: el intento inicial de no comprometerse y salir del paso aportando cosas superficiales da paso a una creciente fiebre de transgresión moral guiada por el resentimiento (cada uno se venga de la renuncia que le ha exigido el anterior inventando una audacia cada vez más aberrante) en la que, además de la incidencia en actos de crueldad gratuitos (como cuando se exige la cabeza de “Cenicienta”, la perra encontrada en el cementerio) se acaban malogrando valores en principio éticamente sagrados como la muerte (Elise debe aceptar que el ataúd de su hermano pequeño sea desenterrado y añadido al “montón de significado”), la patria, la religión (caso significativo del adolescente árabe que debe entregar su alfombra de rezos con el consecuente desprecio que eso le acarrea en su entorno como traidor a sus valores)o la libertad sexual (Sofie debe dejarse “arrancar su inocencia” para aportar su himen sangrante como testimonio). Cuando el “líder” y miembro más popular del grupo pierda el respeto de los demás tras la indignidad con la que afronta  el sacrificio que se le impone(la amputación de su dedo pulgar, no solo guiada por el morbo sangriento sino por la crueldad de despojarle de su don más preciado: su talento para tocar la guitarra) y se convierta en delator a la policía, la novela cambia momentáneamente de rumbo para convertirse en una valiente sátira de los falsos fenómenos sociales y  debates éticos fomentados por los medios de comunicación de masas (la controversia entre partidarios y detractores del grupo de jóvenes, que llega a sobrepasar los límites del propio país) o el esnobismo y la desorientación de valores estéticos del mundo del arte (museo que reivindica el “montón de significado” como una obra genial y está dispuesto a pagar una elevada suma de dinero por exhibirlo) que, además proporciona a Anthon, cuyo nihilismo se ha mantenido insensible a la celebridad ganada por sus compañeros y sobre todo a la evidencia de lo que han sido capaces de arriesgar para persuadirlo, el argumento perfecto para vencerlos cuando señale lúcidamente que la conversión de sus significados en materia comercial es la prueba definitiva de la inanidad de los mismos. El final, (que no os avanzo, claro) aunque añade la rúbrica definitiva de brutalidad a la historia y resulta de gran expresividad, creo que no puede sino resulta en parte previsible y es lo que el lector ha intuido desde el primer momento. Aunque tal vez, al menos eso quiere uno pensar,  al final, la inmolación del “héroe” no haya resultado del todo inútil y  revela que han aprendido tal vez la única lección existencial que puede asimilarse: que, al margen de todos los valores subjetivos que le queramos atribuir (llamémosle amor, patria, religión, familia…) la vida, objetivamente contemplada, no es sino vacío y absurdo pero que de esa certeza, más que el pesimismo, debería nacer la conciencia de la vulnerabilidad, es decir, la raíz de la única ética auténtica. 


ANA ARES: "55 minutos"

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Si faltaran en este libro poemas de sustancia, logros redondos por su emoción y uso limpio del lenguaje (que no es el caso), creo que sería igualmente memorable por su simple movimiento estructural, su disposición de tal manera que remite a toda una larga tradición de poemarios que intentan describir el proceso de amor y, a la vez, su habilidad para desmarcarse de ellos en un final que reclama se reconozca su evidente originalidad al margen de posibles modelos. Así, presenta el sentimiento amoroso como una dinámica de premonición ( emocionante ese primer poema en que se habla del amor como un germen, una semilla cuya llegada se intuía pero a la vez se retardaba casi voluntariamente hasta lograr la madurez del corazón y el dominio sobre la palabra que pudieran hacerle justicia: Esperaba algún viento,/la voz mía,/para llegar más alto,/para decir más blanco/y no herir el silencio/con palabras de amor/que no nos contuvieran ), búsqueda (“Pasaporte biológico…”, que hace más emotivo el género lírico del “retrato” en tanto que no busca la definición de la propia identidad sino el ser indicio, huella para ser hallazgo en otro que se complementa con la simultánea búsqueda del ser amado que testimonia el siguiente poema), hallazgo (resulta conmovedor aquí como la autora reivindica su melancolía como el mejor aval para que el otro supere el miedo a hacerle daño que se ha convertido en freno para la unión: Dónde puede llevarte tu tristeza /que no se haya embarrado/antes mi corazón? Tómame de la mano. No le temo/a ninguna tiniebla en la que habites), intensificación y… cuando el lector espera la desolación peligrosamente convertida en tópico, la rendición casi obligatoria al “largo lamento” saliniano  tras ser voz debida a otro, (los guiños a Don Pedro no son caprichosos, no tanto porque la propia autora lo cite en la introducción a la segunda parte sino porque el estilo de todo el poemario demuestra una plena asimilación de las lecciones de esencialidad, precisión léxica, música a media voz y captación de la “esencia” sin necesidad de cascarilla brillante y ornamentos retóricos que nos regala toda su obra), encuentra, de manera sorpresiva y gozosa, tan sólo unos “atenuantes “ (término bien elegido que sugiere cierta elegancia y distancia irónica en el desconsuelo), versos que registran ausencias (Qué extraña sombra tuya/cuando te vas y queda/en tu lugar un cuerpo que te busca/hecho cántaro roto y sangre no vertida), culminan con un desiderativo (el magnífico Ojalá) que expresan la inseguridad, el miedo a perder (o tal vez, peor aún, a dejar de merecer) aquello que se ha amado, pero cuyo mensaje final parece no ser otro que la supervivencia de los amantes y su intensidad pasional entre el cerco de un mundo opresivo (Cómo así, tú y tu piel?/Cómo estos ojos tuyos, tu mirada, cuando todo en el mundo se ha perdido?). El título del libro, en principio desconcertante, parece remitir (y ya me comentará la autora si esa era su intención) a la idea de que estos estados evolutivos del sentimiento no se dan de forma lineal ni están radical(y temporal)mente separados los unos de los otros, sino que cada instante de la vivencia amorosa, cada hora (o cada 55 minutos) consiste en la sucesión simultánea de los mismos, un eterno retorno en el que se pasa, en una circularidad viciosa,  del anhelo a la consumación, y, en consecuencia y con plena sabiduría, los poemas están “desordenados”, dispuestos para sugerir una dinámica de avances y retrocesos, de la necesidad de encontrar el amor a su consumación erótica… y vuelta a la incertidumbre inicial y de esta de nuevo al “éxtasis… y así hasta el infinito. El proceso, podríamos decir “intermedio” ,de crecimiento progresivo del amor una vez que ambos amantes lo han desvelado, ocupa buena parte del libro y nos proporciona muchos de sus momentos más logrados: entre ellos, la delicadeza con que el amor filtra un eco de trascendencia entre la cotidianidad (Oler tu ducha, /oler tu desayuno/desde el hueco que dejas en la cama), la asunción voluntaria del sufrimiento precisamente para ser digno de liberarse de él (No he dicho que me quieras derrotada,/pero así habré de ser cuando llegue a ti) y quede siempre un poso de humildad y de conciencia de casi no merecimiento que de el amor su auténtica dimensión humana (Yo sé que me  dirás están abiertas/las puertas a que llamas/ mas yo me inclinaré con reverencia/otra vez, esta vez, la misma vez……estos versos, si no pusiera “Ana Ares” en la cubierta del libro, se los atribuiría sin pensar a Elizabeth Barrett), los momentos en que hasta  el mundo y sus fenómenos naturales (el estupendo poema sobre la lluvia) parecen convertirse en pretexto para nuevos ritos de unión, las ganas de enajenarse hasta convertir el amor en otra dimensión inalcanzable para la realidad, el “jardín cerrado” al que aspiran los místicos de vocación (Venzo la tentación/de llevarte conmigo a donde vaya,/de esconderte en el bolso, en un bolsillo,/donde pudiera solo acariciarte/sin saberlo los ojos de la gente)o la manera inadvertida, casi de “voayer” indecente, en que se cuela la otra pasión auténtica, la de la palabra, entre la celebración erótica (Cuando se enredan dos/que son como tú y como yo,/los dos poetas,/hay besos entre versos encubiertos,/y la guerra intestina de palabras/es un órgano más, enfebrecido), hasta que la autora pueda clamar, eufórica, que “han vuelto las palabras” y se poseen plenamente para dar testimonio de la plenitud que ha logrado (y no deja de hacer otra cosa hasta el final del poemario).  En fin, un verdadero hallazgo que, volviendo al juego del título, tal vez pueda leerse en tan sólo 55 minutos gracias a la espontaneidad, a esa “fácil dificultad” de los verdaderos poetas, los que ofrendan la hondura sin violentar el legítimo hedonismo del lector, pero cuya verdad, humana y poética, le queda retumbando al lector, sin traicionar la vocación de humildad de la autora (por ahí , en algún hueco oculto de esa nuestra víscera rectora y tantas veces tirana) de forma perpetua.


MARIO VARGAS LLOSA: "La ciudad y los perros"

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Rotunda obra maestra de juventud del genio peruano y la que, tras las iniciales Los cachorros y Los jefes (que aún tengo pendientes de lectura) lo dio a conocer en nuestro país y consolidó su papel de figura referencial del cacareado “boom” hispanoamericano tras hacerse con los premios Biblioteca Breve y de la Crítica (1962 y 63 respectivamente).  La novela es un logro inacabable ya desde su ambientación, el tétrico colegio militar limeño Leoncio Prado, emblema de la institución especializada en desustanciar a los hombres, en extirparles prematuramente su potencial de lucidez crítica y empatía humana para convertirlos en eslabones pasivos del sistema, de cuya inautenticidad es víctima incluso el cuerpo docente y militar que lo dirige (casos muy significativos como el afeminado profesor de francés que, por su apariencia de debilidad, se convierte en blanco de la visceralidad reprimida de los alumnos)… hecha la excepción del teniente Gamboa, de un fervor por la disciplina de puro fanatismo religioso, resultado de la ingenuidad de que la complejidad de la vida y el ser humano es reductible a reglas, que una vez que se desvelan las múltiples “transgresiones “ al orden ocultas (alcohol, juego, robos, prácticas sexuales) a propósito del asesinato de El Esclavo, no puede sino tomarse la restauración moral del colegio como un pulso personal vivido con tal rigor que finalmente lo hace inaceptable para el sistema y labra el fracaso de su futuro en el ejército con el “destierro preventivo”. Lo peor no es ya tanto el clima de disciplina inhumana de la institución, la continua apelación al valor y la virilidad en sus acepciones más viles (para colmo impuesta desde una paradójica cobardía, como se expresa en actos como el casi tribunal de guerra con el que se intimida a un alumno por romper un cristal y robar un examen y, especialmente, con la miserable ocultación de las evidencias de un crimen por temor a las represalias y la presión de familiares, superiores o medios de comunicación), sino el hecho de que los alumnos hayan asumido la supervivencia como agresión, como la falsa dialéctica del “morir o matar” sin que nadie, ni siquiera los más obviamente sensibles y predispuestos al sentimentalismo (sobre todo Alberto, el “poeta”, hombre frágil desde su problemática vida familiar, tendente al enamoramiento atormentado pero también lo suficientemente pragmático para convertir su talento para la escritura no en un lastre sino en una forma de resistencia, haciéndose respetar como redactor de cartas personales… o de relatos pornográficos para aliviar las libidos desatadas), se atrevan a defender la compasión como forma de disidencia.  Así, los alumnos novatos son calificados de “perros”, sufren todo tipo de vejaciones físicas y psíquicas que a su vez alientan su ansiedad por crecer y convertirse a su vez en verdugos lo que, sumado a su necesidad de revancha respecto a sus propios agresores, crea una atmósfera de violencia a perpetuidad, un ciclo imposible de romper, como bien demuestran los estudiantes de “El Círculo”, núcleo de supervivencia liderado por el aparentemente inhumano El Jaguar… aunque incluso él fue una vez inocente y capaz de amar, y hasta de emprender una carrera delictiva desvalijando mansiones de clase alta para conseguir dinero con el que seducir a un primer amor de juventud. Quienes opten como estrategia para resistir el servilismo con los fuertes se equivocan; ahí está el drama de Ricardo Arana, “el esclavo”, una pieza maestra de la hondura psicológica de Llosa, pura carne de humillación desde su infancia con un padre castrante que se avergüenza de su fragilidad y aspira a “hacerlo un hombre” de forma inhumana, la continua violencia física y mental que recibe en el colegio y, finalmente, despojado de su única opción personal  de redención por su supuesto único amigo, Alberto (que le arrebata a Teresa, “la chica” de su infancia, auténtico centro emocional de la novela por la que compiten no sólo los dos personajes citados sino también El Jaguar y posible razón auténtica, aunque no confesada explícitamente (ni siquiera por el narrador) de su conversión en criminal), que precipita su conversión delator de sus compañeros y en consecuencia un asesinato que será cobardemente disimulado por las autoridades del colegio como un accidente en unas prácticas militares. Como toda obra genial, esta lo es hasta en mínimos detalles que se antojan cargados de simbolismo: qué mejor imagen, resumen de toda la humanidad malograda de estos jóvenes que “La Malpapeada” , perpetuamente fiel entre la violencia que sufre, a El Boa, uno de los protomachos más bestiales de El Círculo… como nuestra propia rendición incondicional a una vida de la que no conseguimos más que la promesa de la futura y perenne agresión. Pese a todo lo expuesto, la crudeza de la obra no es absoluta (por cierto, la censura española debía ser ya descafeinada o directamente inexistente en esta época para pasar por alto las escenas de sodomía, masturbación o zoofilia… crudeza sexual típica de don Mario de la que imagino tomarían buena nota sus rivales políticos tristemente victoriosos en el Perú… y es que toda la “perversión” de Llosa no cabe sólo en Elogio de la madrastra, Pantaleón y las visitadoras o Los cuadernos de Don Rigoberto) y, ante el asfixiante inicio y desarrollo de la novela, el final se puede calificar casi de “happy end”: no os lo cuento, vosotros mismos lo juzgaréis... y veréis si estáis de acuerdo en pensar en que hay ciertas felicidades que se parecen peligrosamente a la rendición y que, en definitiva, quizá se pueda decir del colegio Leoncio Prado lo mismo que del campo de concentración de Austwitchz: que en realidad nunca hubo supervivientes… porque los vivos quedaron más íntimamente muertos que los mismos difuntos. 

CHARLES BAUDELAIRE: "Pequeños poemas en prosa"

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¿A quién pertenece en justicia la autoría y el derecho de patente de un género literario, a quien lo inventa o a quien escribe en él su primera obra maestra, la que pone en evidencia todas sus posibilidades expresivas y queda como referente inevitable para sus posteriores practicantes?  Baudelaire no intenta hacer pasar el poema en prosa como un invento suyo, no niega la impronta ni de la teoría romántica del hibridismo de género (aquí plenamente lograda en la intersección de lo lírico-descriptivo, la hondura reflexiva y la anécdota narrativa, con el contraste de registros de estilo que supone) ni del francés Aloysius Bertrand (cuya influencia glosa en la carta inicial a Arsenio Houssaye que hace las veces de prólogo) pero lo escribe con tal brillantez, en poemas que tan poco le tienen que envidiar a Las Flores del mal ni en calidad literaria ni en  condición reveladora de la personalidad y las constantes obsesivas de su creador que, lo dicho, existe la tentación de considerarlo directamente una aportación suya (otra de tantas) a la historia de la poesía universal. Estos pequeños poemas en prosa son el enésimo intento del poeta parisino de crear un proyecto personal para conjurar los demonios del hombre (al menos los del hombre, plenamente persuadido de su vulnerabilidad como tal, que él era) que no son ni el demonio, ni el mundo, ni la carne (al menos el primero y el tercero bastante gratos a su persona y su identidad artística) sino la sensación de extrañamiento y desarraigo(¿Qué es, entonces lo que amas, extraordinario extranjero? Amo las nubes… las nubes que pasan… allá lejos… las maravillosas nubes, se nos dice ya de forma muy reveladora en el primer texto y considerados inclinación espontánea antes del mal aprendizaje del mundo en Las vocaciones) y la misantropía (culminación del desengaño de los afectos humanos, sean amorosos o de simple amistad,  en poemas como Los ojos de los pobres o La moneda falsa), inseparable de cierta tendencia patológica a la insatisfacción por todo y por todos (Los proyectos, En cualquier parte fuera del mundo) y una vivencia incoherente de los propios deseos (¡Ya¡)  que se impone al margen de la lucidez para desvelar nuestra miseria. ¿Sus armas? Las clásicas de su genialidad y de toda sensibilidad  y capacidad de intelecto que aspire mínimamente a lo auténtico: el acercamiento afectivo a los marginados y los débiles (La desesperación de la vieja), a menudo como la salvación en lo espontáneo frente al artificio del mundo reglado (El juguete del pobre)  pero no reñido con una vena corrosiva y crítica que roza el arte de la crueldad de un Jonathan Swift (por poner el ejemplo más brillante) y pretende no dejarles acomodarse en la autocompasión, ni mitificarlos “per se” (ahí está la terrible anécdota luctuosa que se nos narra en La cuerda, el más colindante con el simple relato frente a la reflexión lírica) ni caer en la trampa de la caridad que es parte esencial de la hipocresía de los poderosos (memorable el titulado ¡A los pobres, matémoslos a palos¡) la capacidad de crear atmósferas a partir de la sugestión emocional y el talento para la sublimación idealista del mundo, indistintamente aplicados a la naturaleza, el erotismo o la simple observación de la cotidianidad (todas radiantes en El aposento doble y otros textos como El loco y la Venus, Un hemisferio en una cabellera, Las ventanas, El deseo de pintar, ¿Cuál es la verdadera?, El puerto), la necesidad de provocación (más impulso irracional incontrolable que decisión consciente en textos como El mal vidriero), la posesión de la sutileza (léase aristocratismo) de espíritu suficientes para ser un hedonista de la soledad , especialmente en el refugio romántico de la noche que consuela la opresión de la vida diurna (A la una de la madrugada, El crepúsculo, La soledad), el tiento al mal en busca de una aproximación honesta a sí mismo frente a la simulación de la virtud (El jugador generoso), el canto al exceso, a la intensidad entre los límites timoratos de la cordura que nos desustancian la vida (Embriagaos), un humor que además de inteligente tiene la valentía de ser sincero y desvirtuar la trascendencia que se autoimpone como artista (Pérdida de aureola)… y otras tantas que espero me cuente algún lector más incisivo y atento porque este libro, como cualquiera de su autor, tiene tantas vidas y tantas lecturas como personas que se acerquen a él con la humilde intención (expectativa imposible de frustrar) de enajenarse de la propia.