Elizabeth Barrett Browning, "Sonetos de la portuguesa"






Con el miedo con que se metería una piel de bebé en el agua, con el terror de que se deshaga el espejismo de la pureza (perdón por la cursilería), así se lee este mítico poemario de Barrett Browning (aquí el apellido de casada es más pertinente que nunca, por cuanto tienen estos textos de voluntaria y encendida rendición al hombre amado, que quizá no guste a las feministas furibundas pero es parte esencial de cualquier amor que aspire a ser tildado de auténtico). Hay que conocer, incluso profundizar en las circunstancias personales de su autora, sus años de encierro y enfermedad, su segura certeza de que nadie la querría jamás, para comprender cómo se afronta el amor en estos poemas, con esa sensación de don no merecido (que se agradece continuamente con una emotividad que desarma),  de voluntad de enajernarse a lo místico en él,  de saberse insólitamente rescatada del dolor, una gratitud que no evita el pánico a que se deshaga el espejismo y vuelva la vida a su inercia de sombra. El libro en su conjunto es conmovedor (más aún cuando sabemos que la autora se los ocultó al propio Browning con la inestimable ayuda de la máscara ficticia, inspirada en la amada que había encendido los versos del portugués Camoens pero también guiño doméstico porque al parecer Browning llamaba cariñosamente “la portuguesa”, por su afición a estos textos, a su mujer, y que sólo se los dejó ver, y con él a la posteridad ,después de que el inglés se diera cuenta inmediata de su calidad literaria, cuando pretendía ayudarlo a superar un trance personal difícil tras la muerte de su madre) y compone uno de los más “altos” poemarios de amor de todos los tiempos (en la propia tradición inglesa, Shakespeare o Keats podrían verse en entredicho como mejores sonetistas de su lengua), parte inequívoca de una tradición petrarquista ya feminizada por autoras como Vitoria Colonna (la dedicatoria a un solo hombre, la infravaloración personal ante lo amado (el grito de mis grillos contra tu mandolina…ejemplo de que un poema en un verso cabe, como nos recordaba Bécquer), el primer y último soneto con valor de prólogo y conclusión, alusión a determinados tópicos de la tradición trovadoresca también retomados por los renacentistas como la “senhal”, falta quizá el “vario stilo” a causa del efecto uniformador de la utilización exclusiva del soneto) y a la vez innegablemente original y moderno (porque la autenticidad emocional hace que cualquier viejo sentimiento se lea como recién aparecido en la tierra), pero deja algunas piezas que, aisladamente, despuntan como joyas rotundas: la rotunda defensa del amor “per se”, por encima de los refinamientos (que Barrett sabe en el fondo superficiales) de la inteligencia y la virtud del XIV, el nuevo vuelo poético que alcanzan los citados tópicos de la tradición (el soneto sobre las cartas, el tópico para nosotros quevedesco pero antes clásico del amor que se sobrepone a la muerte (XLII)  y especialmente el de la “senhal” en forma de rizo de cabello: pensé que lo cortaran tijeras funerarias,/mas el Amor lo hará… Tómalo tú…/encuentra de aquel tiempo, indeleble e intacto,/el beso que al morir, dejó mi madre en él), el sentimiento de culpa por el agravio de no saber intuir el presagio del amor entre la obviedad del sufrimiento (mítico soneto XX), la tenacidad con que llega a negarse la condición mortal sólo porque engendra dolor para el amado (XXII), el amor como confirmación de los espectros de idealismo con que se ha conjurado la tristeza (XXVI), el reto para el amado de que su persona pueda suplantar su existencia entera, no su luz sino (he ahí lo meritorio)  su parte proporcional de sombra (XXXV)… en fin, cada uno puede elegir sus predilectos de este florilegio inacabable. Preciosa edición en la editorial Torremozas, cuya existencia preserve el destino por años e impecable traducción (o eso le parece a un profano como yo) de la filóloga madrileña afincada en Estados Unidos Marta Porpetta. 

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