Flavia Compnay: "Que nadie te salve la vida"

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Aparte del placer de conocer por fin a esta excelente narradora de origen argentino afincada en España, de amplio predicamento entre la crítica (Ángel Luján me ha recomendado sus Trastornos literarios, un conjunto de microrelatos que ironizan sobre las patologías literarias y a la vez ejemplifican las diferentes figuras retóricas…quién sabe, quizá me serviría para clase), es reconfortante encontrar una novela en que las referencias literarias no son un puro farol: durante el desarrollo de una trama apasionante se citan a Patricia Higsmith y su “Extraños en un tren” y al clásico “Crimen y castigo” de Dostoievski. Bingo: he aquí un libro con lo mejor del thriller intrigante con calado ético y moral a lo Higsmith y la temática ,no solo “dostoievskana” sino de la mujer literatura rusa en general, de la redención y la culpa final e insólitamente enriquecida por la intervención del azar. Enzo, el protagonista de la novela, hombre solitario, mujeriego, que ha afrontado su existencia con una evidente frivolidad (como delata el hecho de que donara su semen para que una mujer lesbiana casi desconocida, a la que conoce por asuntos de trabajo, pueda ser madre junto a su pareja) justo nada más conocer su sentencia de muerte prematura por una enfermedad deberá enfrentarse a una angustia aún mayor que la de la desaparición: la de verse abocado a un acto capaz de desbaratar toda la integridad de su existencia, a resultas de la “deuda” contraída con Víctor, emblema del hombre sin escrúpulos cuyas relaciones humanas y sentimentales (especialmente su matrimonio con Rosa, cuyo destino final queda en el aire después de que esta intuya ciertas “sombras” en el pasado de su marido) se reducen a contrato y cálculo y para los que las emociones auténticas son un incomodo pragmático, quien le salvó de una muerte absurda en su juventud. El pago no puede ser más cruel: que Enzo le quite de encima, aprovechándose de su inminente muerte y la impunidad de que ella le reviste, una vergüenza del pasado, una mujer a la que violó en su juventud que se cierne como el único ángulo de sombra capaz de perturbar una carrera de éxito económico y social; atrocidad que el agonizante comete no sin reservarse la mínima posibilidad de redención de una carta dirigida a su hija biológica, Berta ,quien, ya adulta, heredará el remordimiento paterno y la necesidad de perdón por medio del encargo de hacer llegar sus “disculpas” al hijo de la fallecida. La autora tensa magníficamente la intriga sobre el contenido de esta carta fatídica y cómo el personaje de Berta la va asumiendo progresivamente como un elemento que perturbará a perpetuidad su existencia, como delata en el aire de ceremonia (la compra de un antiguo abrecartas para abrir el sobre, tras días de debate íntimo sobre si hacerlo o no, similar al mantenido por sus “madres” durante los años en que se vieron obligadas a custodiarlo) del que rodea su lectura y que le va haciendo asumir la presencia del padre muerto e inexistente a través de un vínculo tan indestructible como la culpa. Company resuelve magistralmente una trama que ya había conseguido convertir en apasionante por medio de la introducción del elemento de azar que sirve para relativizar nuestra creencia de que la vida puede ser dirigida por medio de actos de voluntad y decisiones morales.... pero esto no os lo cuento. En fin, una excelente novela, rusa, americana y “greeniana” que no puede sino sumar a su autora a mi agenda de lectura personal. 

José Moreno Villa: "La música que llevaba"

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La Generación del 27 (pues en ella se debe incluir a este autor, por afinidades personales y poéticas con este grupo, sólo unos años mayor que el poeta senior, Pedro Salinas) sigue deparando sorpresas que animan a revisitar su canon para descubrir que sus poetas menores no lo son en absoluto, salvo en la comparación con la talla desmesurada de los clásicos de la época. Moreno Villa, más pintor y dibujante que poeta, tiene una obra estimulante y variada que atraviesa todos los hitos líricos de su momento histórico desde la poesía pura y el neopopularismo a la poesía del exilio, pasando por el talento extraordinario de sus libros vanguardistas.

Su primer libro, Garba (1913) da ya muchas pistas sobre sus próximas líneas de evolución: los poemas sobre el mar, sobre el que se vuelcan anhelos espirituales (Grandeza) anuncian al Juan Ramón Jiménez de Diario de un poeta recién casado y forman parte de una línea de observación trascendente de la naturaleza (Fuego), a menudo perturbada por la violencia y la crueldad del hombre (Hombrada, En la serranía, que debió ser fuente directa para el Romance de la guardia civil de García Lorca) e incluye ya muestras de un neopopularismo especialmente afectivo (Reconocimiento). Tras el aburrido El pasajero (1914), Luchas de penas y alegría (1915) resulta un libro sumamente original, con el planteamiento de la pena y alegría como dos sentimientos personificados en mujeres entre los que el poeta oscila, cantando a la incapacidad de liberarse de la melancolía (III,XVII), despreciándola en una peculiar canción de alba (VI), invocando a la presencia salvadora de la alegría (V, VII, X), traicionándola por el regodeo en su tristeza esencial (XV) o defendiendo la complementariedad y existencia simultánea de ambas (XIII). Colección (1924) es una obra de transición en la que destacan algunos epitafios y poemas ligados a un sentimiento elegíaco o una intensa tristeza (Extrañeza, Testigo, Congoja).

Jacinta la pelirroja (1929), ligado a su entrega apasionada al arte vanguardista en aquellos años, es su obra maestra y parte de esa tradición de libros “marcianos” del 27 que incluye Cal y canto de Alberti o La flor de Californía de Hinojosa. Escrito como cura de una dura relación sentimental con una norteamericana que acabó en fracaso, compone un peculiar cancionero petrarquista llena de referencias a la modernidad (la literatura europea, la música jazz, la política) con toques de irracionalidad y un dominio admirable de la ironía. Entre otros muchos destacan Comiendo nueces y naranjas donde  lo anecdótico de la relación (tema esencial del libro) apunta a una poesía existencial sobre la juventud y su degradación, Al pueblo sí, pero contigo o Jacinta se cree española donde parece homenajear e ironizar a la vez sobre su vena folklórica y populista, textos de un escepticismo vital a caballo entre el desenfado y una leve melancolía (Observaciones con Jacinta, Jacinta empieza no comprender… Sí…pero/debajo de los muebles, detrás de las cortinas/en el fondo del baño, sobre el lino nupcial/kilómetros, millas de aburrimiento) o Israel, Jacinta lúcida exposición del problema semita a pocos años de los totalitarismos europeos. La segunda sección del libro, de una poesía más herméticamente vanguardista que intenta llevar a la literatura técnicas de su adorado cubismo, pierde parte de su encanto, salvo excepciones como el imaginativo D. Por desgracia es esta la línea que se impone en su siguiente libro, Carambas (1931) y en Puentes que no acaban (1933), salvando la brillante exposición de conciencia cosmopolita de ¿Por qué el mundo no es mi patria?. Vuelve, sin embargo, a ser brillante el por desgracia poco representado Salón sin muros (1936), sobre todo en su poema titular, un poema donde reflexiona sobre la soledad y su desdichada vida sentimental en un tono logradísimo de coloquilismo y nuevo dominio maestro de la ironía. El inicio de la guerra supone la obligatoria contribución a la lírica comprometida con los Romances de la guerra civil (1937), una prueba del que sale airoso el poeta con textos que saben eludir lo panfletario y conseguir una enorme expresividad dramática tras la que apunta la guerra como absurdo: ahí están las descripciones espeluznantes de Madrid, frente de lucha, el retrato del miliciano, entre el desarraigo y la fe en unos ideales, de El hombre del momento, el manifiesto de literatura comprometida de Frente (Ya no valen literaturas;/este el frente duro y seco) y los tonos casi apocalípticos de Terrores y El avión nocturno (Ven y hunde, destroza y quema/salgan cunas por las ventanas/rueden ancianos impedidos/hasta la calzada).

Poemas escritos en América (1947) sintetiza la producción de sus años de exilio en México, donde llegó recogido por Genaro Estrada, con cuya mujer acabará casándose tras su muerte. Junto a poemas experimentales como ¡Porteros¡, que mezcla el alejandrino clásico para fundir el domino de la espontaneidad coloquial con la soledad, la fe en el arte o la esperanza perenne en un cambio de suerte, el tema esencial es el de la paternidad, a raíz del nacimiento de un hijo ya en edad madura que Moreno Villa relaciona con un pulso personal contra el tiempo (Coloquio paternal, A mi hijo). Surgen también el dolor del exilio (Aquí estoy), la fascinación por lo popular (Lavanderas), un impetuoso erotismo (Cuerpo), una observación de la naturaleza para volcar anhelos de totalidad (Aire) , una imaginación desbordante (Parque selvático) o su independencia y superioridad sobre la condición humana (No es por nosotros). La apasionada entrega a la escritura como forma de salvación (Para desviarte) no evita un dramatismo de tono irracional donde el autor encuentra sus mejores versos, como en En hora fea, La cara completa o posiblemente el mejor, el perturbador e insólito Las esquinas (porque la ciudad es un congreso de esquinas…). Los poemas sobre la asimilación de la cultura y la mitología del país de adopción (Canciones a Xochipili) son interesantes pero más puramente anecdóticos. Finalmente, Poemas finales es un añadido del editor Juan Cano Ballesta (excelente trabajo el suyo, con un ensayo lúcido y esclarecedor sobre su biografía y cada paso evolutivo de su producción lírica) que incluye poemas escritos entre la publicación de la antología en 1947 (a la que se nombra con un verso de San Juan de la Cruz) y la muerte del poeta en 1955, donde tienen un papel fundamental la cada vez más creciente añoranza por el país y la juventud perdidos (Carta de un desterrado, Hacia la casa dormida), la suplantación de la naturaleza por un entorno urbano opresivo (Ansia de campo) y una joya final como Ya me cansó la imagen del invierno, uno de sus “falsos sonetos” donde destroza el tópico poético de la comparación entre la vida humana y el ciclo de las estaciones (No hay paridad entre mi ser y el año./Cuando el hombre caduca se termina,/no vuelve a la niñez y  juventud./Vivir no es repetir .cuatro estaciones./Vivir es consumir las cuatro etapas/y a veces sólo tres, o dos, o una./No hay rotación posible…)

Elizabeth Barrett Browning, "Sonetos de la portuguesa"

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Con el miedo con que se metería una piel de bebé en el agua, con el terror de que se deshaga el espejismo de la pureza (perdón por la cursilería), así se lee este mítico poemario de Barrett Browning (aquí el apellido de casada es más pertinente que nunca, por cuanto tienen estos textos de voluntaria y encendida rendición al hombre amado, que quizá no guste a las feministas furibundas pero es parte esencial de cualquier amor que aspire a ser tildado de auténtico). Hay que conocer, incluso profundizar en las circunstancias personales de su autora, sus años de encierro y enfermedad, su segura certeza de que nadie la querría jamás, para comprender cómo se afronta el amor en estos poemas, con esa sensación de don no merecido (que se agradece continuamente con una emotividad que desarma),  de voluntad de enajernarse a lo místico en él,  de saberse insólitamente rescatada del dolor, una gratitud que no evita el pánico a que se deshaga el espejismo y vuelva la vida a su inercia de sombra. El libro en su conjunto es conmovedor (más aún cuando sabemos que la autora se los ocultó al propio Browning con la inestimable ayuda de la máscara ficticia, inspirada en la amada que había encendido los versos del portugués Camoens pero también guiño doméstico porque al parecer Browning llamaba cariñosamente “la portuguesa”, por su afición a estos textos, a su mujer, y que sólo se los dejó ver, y con él a la posteridad ,después de que el inglés se diera cuenta inmediata de su calidad literaria, cuando pretendía ayudarlo a superar un trance personal difícil tras la muerte de su madre) y compone uno de los más “altos” poemarios de amor de todos los tiempos (en la propia tradición inglesa, Shakespeare o Keats podrían verse en entredicho como mejores sonetistas de su lengua), parte inequívoca de una tradición petrarquista ya feminizada por autoras como Vitoria Colonna (la dedicatoria a un solo hombre, la infravaloración personal ante lo amado (el grito de mis grillos contra tu mandolina…ejemplo de que un poema en un verso cabe, como nos recordaba Bécquer), el primer y último soneto con valor de prólogo y conclusión, alusión a determinados tópicos de la tradición trovadoresca también retomados por los renacentistas como la “senhal”, falta quizá el “vario stilo” a causa del efecto uniformador de la utilización exclusiva del soneto) y a la vez innegablemente original y moderno (porque la autenticidad emocional hace que cualquier viejo sentimiento se lea como recién aparecido en la tierra), pero deja algunas piezas que, aisladamente, despuntan como joyas rotundas: la rotunda defensa del amor “per se”, por encima de los refinamientos (que Barrett sabe en el fondo superficiales) de la inteligencia y la virtud del XIV, el nuevo vuelo poético que alcanzan los citados tópicos de la tradición (el soneto sobre las cartas, el tópico para nosotros quevedesco pero antes clásico del amor que se sobrepone a la muerte (XLII)  y especialmente el de la “senhal” en forma de rizo de cabello: pensé que lo cortaran tijeras funerarias,/mas el Amor lo hará… Tómalo tú…/encuentra de aquel tiempo, indeleble e intacto,/el beso que al morir, dejó mi madre en él), el sentimiento de culpa por el agravio de no saber intuir el presagio del amor entre la obviedad del sufrimiento (mítico soneto XX), la tenacidad con que llega a negarse la condición mortal sólo porque engendra dolor para el amado (XXII), el amor como confirmación de los espectros de idealismo con que se ha conjurado la tristeza (XXVI), el reto para el amado de que su persona pueda suplantar su existencia entera, no su luz sino (he ahí lo meritorio)  su parte proporcional de sombra (XXXV)… en fin, cada uno puede elegir sus predilectos de este florilegio inacabable. Preciosa edición en la editorial Torremozas, cuya existencia preserve el destino por años e impecable traducción (o eso le parece a un profano como yo) de la filóloga madrileña afincada en Estados Unidos Marta Porpetta.